FOTO: PIXABAY
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La vida en palacio volvió a la normalidad tras la ausencia de Bernarda. Sus protocolos y formalidades, sus secretos, su doble moralidad y la imperturbable dictadura totalitaria y militar de doña Elvira continuaban el legado que ya dejaran sus antepasados. En la idea de conservar el nombre de la familia y los negocios por encima de todo y de todos. Con los métodos más simples o los más cínicos, porque la historia y el paso de los años indultan a cualquier tirano. Y más cuando pasan cien años y todo se ve en forma de contexto, menuda palabra.

Aunque en su época, pensaba, los historiadores se entregan en paliar los males del mundo socializando el conocimiento, defenderán con pasión que lo que ocurrió antes, en otros siglos, se vea de forma más académica, científica y con el salvoconducto del tiempo. El papel es tan dócil y mucho más la memoria…

Todo eso lo sabía doña Elvira por transmisión oral y amor a los libros. Por eso no dudó ni un instante en pasar página y borrar a Bernarda de su memoria más inmediata para acercarla al panteón de viejas víctimas, en su personal memoria histórica, que dieron su vida y obra por los Eton y el marquesado de La Cartuja. Ella tenía esa llave y esa pócima del olvido. Para cerrar puertas y abrir otras o beberla hasta quedar ebria de victorias envenenadas pero prácticas.

La cercanía de la primavera y la salud desbordante de Paula, que tenía el color de las hojas blancas de los jazmines, llenaban los días de Pitt. Rejuvenecido y menos traumatizado por el paso del tiempo aprendió a seleccionar más sus obsesiones y a clasificarlas. Qué gran verdad que a los veinte se es un revolucionario y a los cuarenta se empieza a ver la vida de otra forma. Le preocupaba incluso las habladurías de las vecindonas y quería que su niña se viera siempre envuelta, dentro de sus escasas posibilidades, en los mejores vestidos y complementes que pudieran hacerla parecer la heredera a la corona británica.

- ¿ Ves ? María. Esta casa de vecinos se nos queda pequeña, además no me gusta a mí el ambiente para la niña. He visto otra cosita por la calle Caballero que sería más acorde para nosotros. No digo que aquí haya mala gente pero, no sé, me gustaría que la niña se criará más pegada a la Plaza del Arenal más que para este campillo. Vamos que no quiero que mi niña tenga una vocación tagarninera.

Esto último lo dijo entre risas y en la más estricta intimidad con María. Tal ejercicio de condescendencia y elitismo jamás se lo hubiera permitido delante de las vecinas de su calle ni de ningún compañero de la bodega. Nada más que por el recuerdo a Eduarda y Sebastián sus ganas de exilio para querer mejorar le ponían triste, pero cuando veía la carita de su helado de nata, así la llamaba, de nuevo, y con esas flemas británicas que tenía y a las que María aludía llamándole crudo y gachó, retomaba las ganas de que su hija paseara por Jerez como si fuera la hija de un duque. Lo que son las cosas se decía. Lo que es la vida... Borraría de un plumazo mi anarquismo, me degradaría hasta el último escalón de los infiernos para que mi hija fuera lo que yo no pude ni podré ser. María escuchaba, observándolo, ensimismada, todas estas teorías, todos los pensamientos y proyectos fantasiosos de Pitt. Y sonreía, lo hacía por haber encontrado un hombre bueno. Un hombre al que la vida le puso por delante y que si se lo hubieran contado hace tan solo diez años se hubiera reído de sus posibilidades ante ella.

Pero las cosas cambian y ante todo, más que las apetencias sexuales o el posible dinero que un hombre pueda aportarle a una mujer, ella había llegado a la conclusión que ningún ideal político, ninguna moralidad, enfoque sobre la vida o las costumbres, superaban el excelente sentido que tenía Pitt sobre la proporción y la educación. Siempre lo había pensado, conocer a quien te rodea, tener la sensatez y poseer sentido de la proporción: con esas tres cosas en el mundo de los hombres no habría guerras, ni conflictos por los intereses privados ni mucho menos problemas para distribuir lo que nos atañe a todos. Todo sería tan maravilloso se decía. Mientras, caminando a su lado y llevando el carrito de bebé, podía afirmar que su marido era un hombre bueno. Y que, sin lugar a dudas, él pensaría lo mismo de ella. No pasaba un día que no dudase sobre contarle o no lo que llevó a Eduarda a la calle Justicia aquella noche lluviosa y fría. Pero se silenció, lo juró y lo mantendría hasta su muerte. Por no poner en riesgo la vida del padre de aquel clavel nacido para darles esperanzas en un país que las había perdido casi todas. Los paseos, los domingos, el trabajo en el palacio y la rutina de Pitt en la bodega. Aun lleno de sinsabores, que casi rozaban la esclavitud, pero que estaban atenuados por su hija. La mayor pasión que un ser humano puede sentir en una sociedad de drásticas consecuencias en lo cotidiano, cuando no se tiene dinero ni una posición de poder adecuados. Saludando a las vecinas y a los viandante, la pareja se esmeraba en parecer gente más civilizada y educada, cosa no difícil. En la sana idea de comenzar a presentar en sociedad a María Paula todo les parecía poco.

- Saluda mujer, esas comadres son la piedra angular del barrio. Ríete que se acercan a ver a la niña

- ¡ Qué hombre éste! No parece tonto el gachó…

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