Hace unas semanas devoré la excelente miniserie Supongamos que Nueva York es una ciudad (Netflix), en la que Martin Scorsese rinde un nuevo homenaje a la ciudad que nunca duerme a través de las impagables reflexiones de la inclasificable Fran Lebowitz. Entre sus agudísimas reflexiones, Lebowitz habla de los libros con una devoción apabullante, hasta el punto de no poder pensar en mejor compañía que sus libros y considerar que un libro es algo muy cercano a un ser humano. La prueba más evidente son los más de 12.000 libros que pueblan su piso en Nueva York.
Frente a Lebowitz, encontramos a la japonesa Marie Kondo, profeta del orden, también con serie propia en Netflix: ¡A ordenar con Marie Kondo! Por si no están ustedes puestos, se trata de un método para ordenar y, sobre todo, una filosofía minimalista según la cual debemos desprendernos de todo aquello que no nos causa felicidad. Sparkle joy, dice en inglés —es decir, alegría chispeante—. De este modo, se supone que debemos sentirnos cómodos mientras vemos a alguien tirar la mayor parte de la colección de cromos a la que lleva dedicando su vida entera o, directamente, de los libros de su librería. Porque, sí, Marie Kondo recomienda no tener más de 30 libros en casa.
Notarán ya que siento gran simpatía por Fran Lebowitz y muy escasa por Marie Kondo. No comparto prácticamente ningún punto de la filosofía de esta última: considero que la obsesión por el orden recorta la creatividad y el empleo del espacio como expresión personal; me resulta ridículo verbalizar una despedida con agradecimiento hacia unos gayumbos que cumplieron su función en el pasado; creo que la obsesión por tener una casa como las de las revistas es una inversión de tiempo inasumible —y, por tanto una fuente de constante insatisfacción— para todo aquel que echa muchas horas currando y/o tiene todo tipo de hobbies enriquecedores; opino que esta tendencia no es más que un barniz new age sobre la ideología deshumanizadora dominante en esta sociedad nuestra; y tengo la visión de que las cosas que acumulamos cuentan nuestra historia —y nos la recuerdan—. Sí, adivinarán también que, sin llegar al síndrome de Diógenes, me ubico en un extremo muy lejano al de Kondo. Guardo cientos de cosas irrelevantes en el momento pero que, cuando saco a la luz después de mucho tiempo, funcionan como las tan manidas magdalenas de Marcel Proust.
Pero volvamos a los libros. ¿No más de 30 libros, Marie Kondo? ¿Estamos locos? Podemos debatir sobre la necesidad de desprendenos de ropa o de cromos de béisbol. ¿Pero libros? ¡Vade retro, Satanás! Honestamente, me cuesta asumir que exista la mera recomendación. Porque no podemos hablar de tener libros en casa como quien tiene cualquier otro objeto material. Porque cada compra de un libro es mucho más que la compra de un producto.
Pero, sí, Kondo aplica la misma la misma regla a los libros que a cualquier otro objeto que guardamos: debemos seleccionarlos pensando cuáles nos aportan felicidad. ¿Me provoca una alegría chispeante el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa? ¿La metamorfosis de Franz Kafka? ¿La buena letra, de Rafael Chirbes? ¿De ratones y hombres, de John Steinbeck? ¿La poesía completa de Idea Vilariño? Entenderán que la propuesta de Marie Kondo me suene a distopía, a Un mundo feliz en versión cutre, la de alguien que, evidentemente, no tiene la lectura entre sus hábitos. Porque, claro, los libros no son solo alegría chispeante. También nos hacen pensar, nos acompañan en la tristeza y hasta nos perturban.
Dice Kondo en uno de sus programas que los libros son un reflejo de nuestros pensamientos y valores. Pero se equivoca. Y le responde, sin saberlo, Fran Lebowitz: “Un libro no debería ser un espejo. Debería ser una puerta”. Una puerta que, sí, puede quitar espacio material en la casa, pero nos abre caminos inmateriales a diferentes mundos, haciendo que nuestros hogares sean más y más grandes. Porque, como continúa explicando con pasión Lebowitz, solo tenemos una vida seamos quien seamos, pero los libros nos permiten alcanzar muchas vidas más. Y, por eso, cuando aprendió a leer, sintió que el mundo se iba volviendo infinitamente más grande.
Por todo ello, recomiendo llenar tu casa de libros. Abarrotarla. Y, por supuesto, no solo tu casa. También tu cabeza. Tu alma. Tu mundo. Y, como recomendaba John Waters, “si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo folles”. En cuanto a Marie Kondo, le podemos dedicar una cita más de Fran Lebowitz, una que además adorna las instalaciones de la New York Public Library: “Piensa antes de hablar. Lee antes de pensar”.