Suelo ir al cementerio. No todas las semanas, ni todos los meses; pero voy. La primera vez que entré siendo consciente de lo que me encontraría era un 1 de noviembre y tendría unos 13 años. Desde entonces he seguido acompañando a mi abuela año tras año a tirar flores secas, limpiar lápidas, coger un bote, echarle agua y poner dentro de él flores frescas que se marchitarán dentro de una semana. Cada año es lo mismo, pero cada vez son más losas que limpiar. Es un proceso casi mecánico, pero me reconforta. No creo en Dios y tampoco en la vida eterna, pero sí creo en el recuerdo y la memoria de los vivos. Para mi visitar el cementerio de mi pueblo, nadar entre nichos apilados entre sí y encontrar un mármol en la pared donde testifica la existencia de mis antepasados es mantenerlos con vida.
A veces pienso que querer que tus muertos tengan una esquela con sus nombres es un acto narcisista. Es querer que estén en tu vida cuando ya no la tienen. Es tener un sitio donde visitarlos cuando ya no te puedes sentar junto a ellos alrededor de una mesa de camilla. Pero yo creo en ese narcisismo necesario para sanar el presente y tratar de palpar el futuro. Porque en ese agujero no está esa persona. Esa persona pasa a convertirse en un recuerdo idealizado, porque nadie habla mal de sus muertos. Es un recuerdo que queremos darle tanta vida que hasta llegamos a imaginar escenarios posibles. En muchas ocasiones he pensado “qué pensaría de esto, estaría orgulloso de aquello”. Es egoísta y tranquilizador. Tratamos de jugar a ser Dios y resucitamos a las personas para sentirnos mejor con nosotros mismos.
Algo así ocurre con el pasado. A menudo tratamos de traer al presente ese pasado desde una perspectiva nostálgica que hace que pensemos que todo tiempo pasado fue mejor. Y no, no voy a realizar un alegato en contra de la nostalgia porque tengo 22 años y mi vida entera está atravesada por ella. Continuamente trato de darle vida al pasado. Compro en tiendas vintage, veo cine quinqui de los ochenta, me se de memoria toda la discografía de Triana, sueño con parecerme a Rocío Jurado y ahora mis amigas hacen fotografías con las cámaras analógicas.
Pero, al igual que hacemos con los muertos, solo recordamos las cosas buenas del pasado y nos aferramos a él porque en un mundo en donde nos han negado la posibilidad de pensar el futuro, paradójicamente lo muerto es lo más vivo que existe. Mark Fisher, hablaba de que nos han convencido de que no hay alternativa; que nada cambiará. En esa negación del porvenir es donde surgen los fantasmas. El pasado pasa a ser el futuro más estable cuando la lógica capitalista nos ha secuestrado la capacidad de imaginar horizontes y nos ha raptado la esperanza.
La nostalgia no debe ser una herramienta para querer volver a la España de los 80, sino para recoger todos esos deseos, esos futuros perdidos que se quedaron por el camino y hacer algo con ellos. Porque nuestra nostalgia, por mucho que desde diferentes espacios quieran decir lo contrario, no es de la vida de nuestros padres, sino de sus futuros. Es por esto por lo que no tiene ningún sentido que nos empeñemos a acercarnos a nuestro pasado tratando de apestar a coñac y a puros; pues no queremos recuperar sus vidas, sino los futuros que el capitalismo nos ha negado.
Suelo ir al cementerio y suelo recordar a mis muertos. Suelo traerlos al presente para que, desde mi versión alterada de ellos, me reafirmen. Tengo la nostalgia de quien echa de menos las certezas que nos da el pasado; pero hay que enterrar a los muertos y avanzar. Y para avanzar hay que ser consciente de que el pasado siempre muere. Se puede limpiar su tumba y llevarle flores, pero hay que superar la ausencia para poder vivir no desde la melancolía y el trauma, sino desde la esperanza y el recuerdo de quienes soñaron con una vida mejor. Se trata de reparar nuestro futuro, teniendo presente nuestro pasado, pero sabiendo que descansa en paz.
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