Estos días están poniendo a prueba nuestra fortaleza. Lo están haciendo tanto y con tal intensidad que tenemos las emociones a flor de piel casi todo el rato. Tenemos más tiempo para estar con nosotros mismos, para soportarnos y soportar a los que nos rodean, para encontrarnos con los pensamientos que nos asustan. Y para esperar. Esperamos que amaine la tormenta, que se disipen los nubarrones y que se aleje esta pesadilla. Escuchamos a menudo que nada volverá a ser como antes, que tendremos que aprender a relacionarnos de otra manera y que esto va para largo. Y yo me pregunto qué significará todo eso… qué vida merece ser vivida sin poder abrazar, ni achuchar, ni sentir al otro cerca. No sé si nos podremos acostumbrar a eso.
Y es que hay momentos en los que la soledad golpea como un puñal. La imagen más triste de cuantas he visto desde que esta historia comenzó tiene como protagonistas a un féretro, un hombre con mascarilla y un trabajador funerario con guantes de látex. El señor, de unos 60 años, era el único asistente a un funeral. Solo él podía acompañar el ataúd aunque para ello tuviera que permanecer a dos metros de distancia.
Desconozco si era su madre o su padre quien se había quedado por el camino; incluso puede que fuera su cónyuge. En cualquier caso, la desolación se dejaba sentir por encima de la protección quirúrgica. Caminaba con las manos a la espalda, a una distancia prudencial de coche fúnebre y con la única compañía del sol que, ese día sí, había hecho acto de presencia. Creo que la aparición estelar del astro la provocó la pena que siente por algunos de nosotros, como la luna que desea sentirse mujer en la canción de Mecano. Fue el día en que la empatía y el sol se hicieron uno ante el dolor de los humanos.
No he podido dejar de pensar en aquel señor con mascarilla que caminaba renqueante tras un ataúd por un cementerio español. Pienso en cómo serán sus sueños, sus aficiones, cuál será su comida favorita, si tendremos algo en común… pienso en cómo afrontará la vida después de pasar por esto, en si podrá superarlo, en si volverá a reír tan fuerte como lo haría antes, en cómo serán sus manos. Quizás se parezcan a unas que veo cada tarde, cuando me asomo a la ventana a eso de las ocho y miro cómo aplauden las de mi vecino de abajo. Son unas manos algo temblorosas, ajadas por la vida y por los años, con los dedos algo torcidos, tal vez por una artritis reumatoide. Deben pertenecer a un cuerpo que ya no cumplirá los 70, un cuerpo que me es cercano y no conozco.
Sabemos tan poco los unos de los otros. Encerrados en nuestras celdas y dedicando tan solo unos minutos al día a mirarnos a lo lejos, de balcón a balcón. Nunca habíamos reparado en ese otro hasta que nos han dicho que quizás no podremos tocarlo, ni estrechar su mano, ni fiarnos de su piel. Hasta que hemos visto el rostro de la desolación en un señor calvo, con rebeca y mascarilla. Cuando hasta el sol ha comprendido cuánto duele la soledad.
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