De no ser por sus asesinos yo lo hubiera visto vivo -vivo en la máxima expresión de la palabra- sobre un plató de televisión o en una calle de su Granada, y tanto tu vida como la mía habrían sido diferentes. Todo sería distinto porque su virtuosa pasión de ver el mundo me habrían ayudado —también a ti— a no caer en Butragueños ni Mama Chichos de telecinco cuando, al menos yo, tenía mis ocho años expuestos a lo cotidiano. De haberme resultado familiar su voz hubiera sido para mí como ese José Luis Sampedro que hasta hace nada vi soñar por los demás y que me invitó a imaginar otra forma más humana de gobierno; Federico habría sido como ese gran Paco de Lucía —de izquierda pensante y derecha ejecutora— que me llevó a creer en el poder de lo invisible a través de sus notas durante mis largas noches de verano sin sábanas, vinilos de Ziryab y ocre Siroco; hubiera sido un anciano más, de bastón y ceguera, con la picadura y el ingenio de Antonio Gala o una luminosa Lola Flores sin roete ni abanico.
Mujeres y hombres de carne y hueso —bendecidos por el don de la locura— que tuvieron la fortuna de estar condenadamente vivos para poder crear, huir, gritar, hacer el amor, equivocarse, acertar, hacer lo necesario para ser odiados —¿por qué no?— o ser justamente honrados.
Pero con Lorca no. No dio tiempo a nada. Con los retales de su efímera existencia —unas notas de piano grabadas, unos dibujos a mano alzada y sus versos— tendrá que sobrarnos para ir envejeciéndolo, a nuestro paso, con ese sol andaluz que se perdió para siempre; alimentándolo de redescubrimiento porque no le sirve para nada la comida que nunca pudo llevarse a la boca; ir envejeciéndolo hasta nuestra muerte y entregarlo como testamento a los que velarán por nuestra memoria detrás de nosotros.
Ahora, de no ser por sus asesinos, tendría en mis manos miles y miles de versos eternos —para siempre perdidos— retumbando en mi cabeza; me habría reído con él y sus poses —apuesto que habrían sido coreográficamente amaneradas— como me reía con Alberti cuando lo veía por televisión con su gorra de marinero estando bien lejos del Puerto; nos habría llevado a pensar que la poesía se puede respirar y que no se debe reducir a un simple libro, de tapas amarillentas, escondido entre un ejército de hojas de crónico otoño.
El ser humano, urgentemente, necesita de estos seres humanos —con sus hecatombes y desgracias, milagros y fortunas— para continuar agarrado a la esperanzadora idea de lo mágico y escapar del macabro martillo de la rutina aunque muchos sigan diciendo, hasta el fin de estos tiempos caducos, que Federico murió por rojo y maricón... Pero la verdad es que lo matarón porque pensaba que tanto tú como yo —dos sueños rotos en este hoy de cenizas— podríamos ser ya libres.