A lo mejor fue la mañana que nos levantamos temprano y sin ganas para jugar a la pelota. A lo peor cualquier tarde de playa, o quizás una noche de invierno, frío y viento en mitad de un paseo marítimo desierto. Lo mismo, como culpable la rutina, que convierte los silencios incómodos en cómplices. O el dedo roto por echar un partido descalzo en la orilla. Piénsalo bien, no fue tan grave, te retiraste antes de llevarte un caño.
Hay un punto, un momento inescrutable, en el que alguien se convierte en imprescindible. Para lo bueno y lo malo. Y los dolores y las alegrías se contagian y se comparten. Que sí, que tocó perder otra vez, que llegaron mal dadas, pero mira toda la gente que se volcó porque te quiere.
Cuando cruzo la carretera me gusta escuchar en la otra acera el grito despreocupado de los chavales y las chavalas que ahora han conquistado los sitios donde crecimos. Los niños del barrio, del nuestro, siempre desmontan el argumento rancio y mentiroso de la generación que le antecede, esos que para creerse mejores tiran por tierra a los de menos edad con el pretexto de que ya no inundan las plazas por las tardes. Falso. Los de ahora pegan los mismos balonazos contra las paredes de hormigón, a pesar de los carteles que prohíben el juego y el cante en casi todas las esquinas.
Muchos llevan los cachetes manchados de churretes y dos parches en las rodillas como insignias de guerras tras rodar por el suelo de cemento. Juegan y crecen. También usan tablets. Les miro de reojo, con la nostalgia y la esperanza de quien quiere verse reflejado y busco en los grupos un parecido cómplice con el nuestro.
Así fuimos, digo para adentro. Antes de irnos para volver, de marcharnos para crecer, de conocer, ganar y perder. Así fuimos. Antes de los llantos y las noches en vela, de las madrugadas en carreteras, de las prisas y los nervios, las obligaciones y los miedos. Así fuimos antes de las noches de invierno, antes de subir a casa y encontrar el plato caliente sobre la mesa. Así fuimos. Antes de crecer. De convertirnos en inseparables, de llevar la mentira hasta el final para salvar al otro. Una pandilla. Ojalá no se separen a pesar de tomar caminos diferentes. Ojalá regresen, con más gente, y se vean reflejados en los niños de su barrio quince años después. Ojalá.
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