Acudo, interesado, a una pequeño encuentro que mantenemos con agentes de las zonas rurales en la que nos cuentan sus inquietudes y demandas, nos explican cómo sienten el escenario del campo en Jerez y en sus pedanías, su futuro, motivaciones y anhelos. Es un grupo heterogéneo: un chico es formador sobre cuestiones agrarias, otro joven regenta una pequeña granja, una chica intenta formar un club deportivo en una población de apenas 4.000 habitantes, muy cerca de donde otro de los presentes tiene una pequeña empresa de ocio y tiempo libre. Llama la atención que todos comparten un infinito amor por su oficio, que actúan guiados por un concepto hoy denostado en nuestro mundo capitalista: la vocación.
Nos hablan entusiasmados de sus proyectos, de lo que harían si tuvieran posibilidades logísticas, opciones financieras y apoyo institucional. Sueñan despiertos, pues ninguno recibe nada del erario público, al contrario, las administraciones los asfixia con exigencias sanitarias, burocráticas y económicas. Ganan lo suficiente para ir tirando, pero ninguno vive desahogado y deben esforzarse —mucho, demasiado— para llegar a fin de mes. Nos explican que en la zona rural falta formación, que los colegios e institutos (si es que los hay) no tienen un plan formativo, que añoran un plan educativo de futuro acorde a la zona en la que viven y adecuado a sus potencialidades. También echan de menos mejoras en los transportes y las comunicaciones.
Prosigue el debate con el despoblamiento juvenil, ligado íntimamente a las anteriores causas: “Los jóvenes se miran al espejo y no ven un futuro, ven paro, estancamiento y precariedad“, dice uno de los asistentes. “¿Y los políticos, qué hacen?“, le preguntamos. “Cuando vienen a estas zonas es para inaugurar algo o anunciar un plan estratégico que luego no cumplen. Se hacen la foto y ya no los vemos más”, lamenta uno de ellos y añade: “Gente con chaqueta y corbata que no tiene contacto alguno con el campo dictaminan qué hacer en el campo“. Se quejan de falta de empatía, también de un modelo agrario construido a la medida del latifundio, volcado con los grandes terratenientes de la zona. Según los datos del SAT, en Andalucía hay ocho millones de hectáreas en tierras de cultivo, el 50%, es decir, cuatro millones de hectáreas están en manos del 2% de los propietarios. La desigualdad y el desproporcionado reparto de las tierras crece mientras se legisla a favor de los terratenientes, que gozan de privilegios por doquier. La Junta administra la PAC a su antojo, sembrando el posterior voto cautivo. La pescadilla que se muerde la cola.
A pesar de demostrarse una opción factible, pocos apuestan por la economía social, por alternativas laborales, cooperativas o pequeños negocios. A parte de ser una tarea titánica, casi temeraria, el establishment agrario no lo va a poner fácil. No les interesa. Al político de la ciudad le conviene que todo permanezca igual, pues mantiene su status y el control sobre la zona. Los terratenientes recogen las ayudas europeas mientras miles de hectáreas y toneladas de alimentos se desperdician cada año. Los trabajadores temen por su jornal, trabajan por las migajas que a otros les sobra, callan y atenazados, votan en consecuencia. Y pese a todo, pese a este desalentador panorama hay gente que persiste, intentando dibujar una realidad mejor, más justa y sostenible. Son capaces de entenderse al margen de las necesidades que nos crean las urbes. A los hijos del agobio a los que cantó Triana les alienta el amor por una tierra que nació en libertad. Son héroes de lo cotidiano que se resisten al abandono y al olvido.