Desde aquella tarde de tormenta muchos planetas han cambiado de lugar..., al menos los que rigen mi camino; tanto mudaron –casualmente a mi favor– que he podido ir aniquilando la mayoría de mis demonios. Cierto que aún sobreviven a duras penas diablos de mar muerto y vivo amor que me impiden ver el horizonte marino con cierto sosiego; ese Belcebú de madrugadas de aullidos y jirones de sábanas secas; cierto que todavía merodea ese Satán de ciclón y geranio sin cabeza... Aún me quedan demonios por enterrar pero son los menos.
Pero aquella tarde de amor severo –junto a un mar menor que todavía no ha acabado de vaciarse– el más poderoso de mis diablos hizo acto de presencia.
Fue aquel preciso día que quiero olvidar de boda oscura y pelo negro; aquel viaje en el que devoraba, junto a ella, kilómetros y kilómetros de un desierto que el tiempo dictará si arrasará lo que hoy conozco; fue un día, sin días dentro, hecho de azufre y silencio.
Y todo porque no la quería. No la quería a ella ni a su futuro. Mucho menos a mi presente. Sólo –y como un animal que persigue instintivamente su continuación– amaba al hijo que todavía no se había hecho sangre; un hijo de papel y sueño forzado. Nada existía. Nada era real..., acaso toda mi verdad se reducía a aquel pueblo de piedra pómez que tenía flotando frente a mis ojos y a su majestuosa montaña de tierra roja que se hacía con todo el paisaje y teñía con sombras el poblado que custodiaba.
Nada era real. Tan sólo las miradas de tristeza que tenía reservadas desde el amanecer para ella..., como las de aquel que conoce el macabro final de una historia pero no se atreve a desvelar por cobardía. Era un cobarde..., o demasiado valiente para poder convivir con mis propios demonios.
Hoy no importa. Sucedió que algo me llevó a escupir mi desgracia sobre ella. Aflojé la presíón sobre el acelerador, apagué la radio y la observé estudiadamente como se hace con una sucia tormenta desde un dormitorio; la miré y lo sintió..., y al sentirlo gimió algo –o algo se le cayó de dentro– y de repente la montaña que estábamos a punto de sobrepasar comenzó a partirse en dos. Y con la mole bíblica quebrándose en dos pisé a fondo el acelerador para escapar de mis propias garras mientras el poblado, con todos sus habitantes, desaparecía para relegarnos a la soledad más absoluta.
Ella y yo; y el coche continuaba rugiendo y abriéndose paso en la cortina de polvo; nosotros seguíamos pegados a nuestra carne y al aire; el caserío en el retrovisor era una montaña de escombros sobre la lengua de asfalto..., lejos de cualquier rastro de pasado. En cambio yo, a pesar de las debacles, seguía vivo, muy vivo. Renacido de la tormenta. Ella, en cambio, no; ella seguía muerta..., sin apartar su mirada de mí, estudiando mi boca y esa sonrisa hueca propia de los suicidas que milagrosamente fallan en el intento de borrarse de la faz de la Tierra.