Si hay una moneda que no se devalúa en este planeta es el precio de la política. Luces y sombras que emergen tras el recuento de papeletas en un comicio electoral. Mientras Díaz Ayuso y, en menor medida, Mónica García se iluminaban, Iglesias, Gabilondo y Bal caían en la trampa de la oscuridad.
Indiscutible vencedora, Ayuso lanza un mensaje que va más allá de la mera victoria. Se colgó la medalla por haber “expulsado” a Iglesias del gobierno; prometió echarle de la política, y lo ha logrado; y, ahora, toca Sánchez. Desconocemos si será capaz pero auguramos una moral de la derecha en máximos históricos. Una líder que aparenta poder con todo aquello que se le ponga por delante.
Casado, desesperado, se sube a la ola madrileña. No le queda otra. Aunque la ola pueda convertirse en tsunami y empujarle a la orilla. Poco más puede hacer ante un hiperliderazgo de tal envergadura. Madrid no representa —a priori— al resto de autonomías españolas ni a sus votantes, pero sí puede ser un adelanto de la tensión política que viviremos en las generales de 2023. Ayuso vence y convence por su figura, y los ciudadanos le depositan su confianza más allá del partido. En cambio, en las nacionales de 2019 vimos lo contrario con Casado donde los votos los recibió más bien el Partido Popular.
El otro hiperliderazgo, el de Iglesias, solo consigue uno de sus objetivos: evitar la agonía morada en Madrid. Lejos de ser un motivo de esperanza y movilización en la izquierda, fue el detonante final para que la derecha arrasara en las urnas. El que fuera vicepresidente genera odio y rechazo en gran parte de la ciudadanía española. Quizá no tanto por sus palabras, pero sí por el tratamiento que recibe del resto de formaciones políticas, adjudicándole la responsabilidad de todos los males. Comentarios y publicaciones en las redes sociales tras el anuncio de su dimisión lo demuestran. Vídeos, imágenes y memes simulando la expulsión de una rata certifican que, en el caso de este personaje, la política se ha llevado a lo personal y al límite. No, no es el culpable. Pero no serlo tampoco significa ser parte de la solución. La ilusión del 15M empañada por la realidad.
Mientras tanto, en el PSOE la empatía de Gabilondo se enfrenta al recelo de Ábalos. El catedrático lamentó la derrota, mientras que el Ministro de Transportes sentenció la muerte política del que sonaba para defensor del pueblo. Sánchez no acompañó a su candidato en la noche electoral. Se palpaba la estrepitosa derrota y plasmaba así su desvinculación con el “fracaso” en la capital. También en la dimisión inmediata del secretario general socialista en Madrid, José Manuel Franco, cortafuegos interno para que las llamas no alcancen la Moncloa.
El sorpasso de Más Madrid hace justicia al trabajo realizado en la Asamblea. Asumieron el papel opositor al gobierno abandonado por Gabilondo. El compromiso apremia. Pero también su discurso moderado, manteniéndose al margen de la guerra entre polos de izquierda y derecha.
A la lista de descalabros estratégicos de Murcia y Madrid se le suma el resurgimiento de la guerra interna andaluza. Susana Díaz, lejos de tirar la toalla aún habiendo perdido la secretaría general socialista y la hegemonía autonómica, se enfrenta a un sanchismo en horas bajas en las primarias de Andalucía.
Otro de los mensajes postelectorales madrileños es que el centro no vende. Porque no cuela. Ciudadanos, ofuscado por la continuidad de un gobierno junto a los populares, dejó huérfano este espacio político a pesar de autodefinirse - hasta la saciedad - como tal. Un partido de centro carece de sentido cuando el volante solo gira hacia una dirección. Luces que provocan sombras. El precio de la política no baja.