Berenguer, en una imagen de archivo.
Berenguer, en una imagen de archivo.

Cuando era niño en todas las casas de mi familia había un libro que se repetía. No era otro que El mundo de Juan Lobón, de Luis Berenguer, y a mí, en aquellos primeros años, siempre me llamó mucho la atención encontrármelo a donde quiera que iba. Era entonces la literatura una amante por descubrir pero siempre quise saber quién era ese Lobón y de qué mundo hablaba. Poco a poco fui conociendo lo que se contaba de Berenguer en La Isla y en mi familia. Marino, escritor, y premio de la crítica en 1968, buena persona, decía mi padre, que había hecho parte de su mili en Torregorda bajo su mandato. Ya en mi adolescencia quise acercarme a la lectura de ese misterioso libro que me llamaba una y otra vez. Como el inexperto lector que era, pude aprovechar poco esa lectura, pero ello acrecentó mi curiosidad hasta que fue mi madre, siempre mi madre, la que me contó que en El mundo de Juan Lobón aparecía el primo Pablo.

Como bien señaló Ana Sofía Pérez-Bustamante en su edición del Lobón en Cátedra, Pablo Pérez Oneto era el único personaje que aparecía con nombre y apellidos reales. Pablo era el guarda del retamar o del coto, como se conocía, entonces, a la zona de Urrutia. Tras las dunas de Camposoto, en la vieja batería que luchase contra los franceses, Pablo tuvo su residencia un tiempo. Decía mi madre que allí, alrededor del pozo, aún no cegado, Pablo tenía animales y ejercía la caza menor y el marisqueo en la marisma. Indagando en la historia familiar fui descubriendo la amistad que unió a Pablo Pérez Oneto con Luis Berenguer, las horas continuas de conversación, la maestría de Pablo en el ejercicio de poner lazos a los pájaros; y puede que de todo eso, y de aquel cazador de paterna que encarnase al Lobón, saliese el personaje o al menos el minucioso detalle que Berenguer desmenuza sobre las técnicas de cacería en una obra que reivindica el valor de las viejas formas de vida, los viejos dueños de la tierra, frente a quienes se apropian de ellas y los convierten en delincuentes.

Este sábado, en una iniciativa generada por Enrique Montiel, se conmemora el 40 aniversario de la muerte del escritor que marcó una época dorada de la literatura isleña. Tras los pasos de Luis Berenguer vino una generación de cabecera para la literatura de San Fernando: Juan Mena, Rafael Duarte, Germán Caos, Manuel Pérez Casaux o el propio Enrique Montiel fueron acumulando premios nacionales de reconocido prestigio y fue también, en esos años, cuando la feria del libro conquistó la Alameda y gozó de un esplendor nunca más alcanzado, por mucho que se hable de un nuevo boom que acumula nombres pero no alcanza méritos.

Más allá de lecturas obligatorias y planes de fomento a la lectura que siguen sin funcionar, el hábito lector despierta con la curiosidad. La literatura emerge con la fuerza de un amor que atrapa cuando algo te llama de ella, un halo de misterio que te atrae para no abandonar nunca sus brazos de amante experta. Eso, personalmente, se lo debo al Lobón, se lo debo a Berenguer, por eso estaré el sábado en el cementerio de San Fernando llevando una flor a la sepultura de aquel que me hizo parte de lo que soy.

Enrique Montiel, Juan Mena, Rafael Duarte… son hoy la memoria viva de Berenguer, esa memoria que en La Isla, durante muchos años, ha condenado a su más insigne escritor al mismo abandono que hoy sufre la batería de Urrutia. Si la vida siempre pierde la batalla del tiempo puede que sea la literatura, la buena la literatura, una de las pocas causas que lo venza. Defender a Berenguer es defender la palabra, la lengua, el idioma, nuestra matria.

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