Con una segunda ola de la pandemia ya encima y unas cifras que nos avergüenzan como país por nuestra incapacidad de gestión, no hay día que no crezca la indignación ante el espectáculo de dimes y diretes de nuestros dirigentes políticos, ante un pasarse la pelota, ante la inacción y la ineficacia entre unos y otros.
En ese contexto es lícito preguntarse, ¿qué hay detrás de tanta irresponsabilidad?, ¿sufrimos una pandemia de políticos ególatras y teleadictos o estamos ante un problema estructural?
Nuestros políticos se han especializado en la simplificación y el conflicto, en la emisión de eslóganes y titulares para alimentar un campismo político en el que solo lo superficial está en juego y en el que pase lo que pase ahí afuera the show must go on. No importan los muertos o el desastre social, el espectáculo de los titulares vacíos no cesa.
Lo cierto es que no son más que discípulos aplicados de su tiempo. Dice el viejo refrán que quien mucho abarca poco aprieta, y efectivamente, a pesar de que nuestros tiempos de atención son limitados hemos decidido – con razón – intentar abarcar toda la información que puede revestir interés para nuestras vidas en nuestra compleja y diversa sociedad. El problema es que la nuestra es una sociedad en la que el poder está hiperconcentrado en un solo punto: Madrid. Las decisiones sobre un canal de riego en el Guadalquivir se toma en Madrid, los impuestos que se pagan en el Puerto de Algeciras se toman en Madrid, la velocidad máxima en una carretera entre Granada y Almería se toma en Madrid y la decisión sobre si el cercanías de Sevilla llega a Alcalá de Guadaira o no se toma en Madrid.
Todos los focos se concentran en un solo punto, la complejidad se eleva y finalmente solo podemos asistir a una simplificación de la madeja inextricable de problemas y asuntos por resolver.
Ni siquiera los profesionales de la información alcanzan a abarcar la ingente realidad que se despliega en un país diverso como el nuestro. Esa y no otra es la razón por la que los informadores solo pueden quedarse con la superficie de la información, con la que les queda más a mano para cubrir en sus precarizadas idas y venidas en pos de la noticia. Esa y no otra es la razón por la cual por ejemplo los españoles nos saturamos viendo como “Madrid Central” abre los telediarios mientras operaciones similares desconocidas para el periodismo capitalino ya se realizaron en ciudades como Sevilla hace diez años. En 2010, el Plan Centro de Sevilla además de peatonalizar el centro desplegó kilómetros de carriles bicis, medios alternativos como el tranvía y decenas de puntos de recogida de bicis públicas. Aquel plan fue precursor en España y pionero en Europa, un plan cualitativamente más ambicioso e integral que Madrid Central y sin embargo fue obviado por el mainstream comunicativo.
Esa, la ingente realidad inabarcable, es también la razón por la cual los titulares sobre el proces se limitan a resumir complejas sentencias judiciales con el número de años de cárcel o a reducir a un “quieren independizarse” o un “España nos roba” complejos sentimientos identitarios que hunden sus orígenes allá por 1700, con la llegada del primer Borbón a España, Felipe V, y sus Decretos de Nueva Planta que abolieron las leyes e instituciones propias del Reino de Valencia y del Reino de Aragón. Sí, España era confederal hasta que llegó la nefasta dinastía francesa de los borbones e impuso a sangre y fuego un centralismo hasta entonces inexistente en la península.
Háganse una pregunta, ¿cuántas veces han visto a su alcalde en televisión?, ¿y a Manuela Carmena?, ¿y a Almeida?, ¿cuántas a Pedro Sánchez o Casado y cuántas al presidente de su Comunidad Autónoma?
Apenas conocemos sus nombres.
Y la razón es sencilla, no tienen poder real, son meros gestores.
Los ayuntamientos ni siquiera tienen autonomía para gastarse su superavit fiscal, mucho menos para contratar más funcionarios si le fueran necesarios.
Las comunidades autónomas por otro lado -a excepción de Euskadi y Navarra- solo tienen capacidad de gestión y autonomía normativa plena sobre el 2,1% de la recaudación tributaria estatal. Un pírrico 14% adicional de los ingresos tributarios, los derivados de los impuestos de patrimonio, sucesiones, y juego, son gestionados con cierto margen de maniobra pero sin autonomía normativa plena. Mientras tanto el Estado tiene total autonomía normativa y gestiona el 45% de los impuestos que se recaudan (IVA, hidrocarburos, electricidad, banca…) y gestiona y controla la normativa básica del IRPF, que supone el 38% de la recaudación tributaria española.
Considerando que el Estado concentra el 83% de la capacidad legislativa y de gestión del músculo fiscal y económico de nuestro Estado no es de extrañar que los focos mediáticos y económicos se centren en el lugar donde preferentemente se deciden las orientaciones de estos recursos. Y eso solo atendiendo a la legislación fiscal.
De otro lado la ausencia de claridad en las competencias -y en los recursos que sustentan estas- es la mejor excusa para la jerigonza política del sálvese quien pueda y el y-tu-más que está desgastando la credibilidad de nuestro sistema político.
En España sufrimos además un extremo y acentuado efecto capitalidad que agrava la concentración del poder. Madrid es una “aspiradora de recursos” tal y como la calificaba el Presidente valenciano Ximo Puig hace solo un par de días. Basándose en un informe del IvieLab, Puig señala las enormes desigualdades territoriales que genera la enorme concentración de poder político, mediático y económico en la capital. Entre otras cifras destaca que el 80% de las grandes contrataciones públicas estatales se realizan con empresas residenciadas en Madrid o que tres de cada diez empleados públicos estatales están en Madrid, casi 100.000 más de los que le correspondería por su peso territorial.
Frente a estos males se impone una desconcentración del poder que solo puede pasar por la transferencia de competencias fiscales y normativas. Los beneficios serían cuantiosos. En primer lugar se acercaría al ciudadano el origen de la toma de las decisiones transcendentales, permitiendo una mejor fiscalización y comprensión de las mismas. En segundo lugar al reducir el número de administraciones involucradas se reduciría la complejidad de la gestión y la información que se debe al ciudadano, facilitando la transparencia y permitiendo mayor protagonismo a los políticos gestores frente a políticos “simplificadores”. En tercer lugar distribuiría el poder en el territorio, y con él a los medios de comunicación y los poderes económicos que lo siguen. Al hacerlo eliminaría buena parte del efecto capitalidad sobre nuestro debate político, dando más espacio para la información local y regional además de mejorar la distribución equitativa de los recursos del país.
La complejidad no cabe en un titular de 20 segundos. La espectacularización de la política, la vanalidad de los discursos en el Congreso, la superficialidad de nuestros políticos no es un fenómeno natural e irreversible, es un correlato de la complejidad hiperconcentrada de nuestra sociedad. Solo aquellos que logran sintetizarnos la complejidad en una schmittiana y sencilla cartografía de buenos y malos pueden triunfar en el mundo de la imagen y la inmediatez.
En definitiva toca poner el foco de una vez por todas no en Cataluña sino en Madrid, no en las provincias rebeldes sino en la Corte y sus prebendas y privilegios, e iniciar una urgente desconcentración del poder.
Sergio Pascual es consejero del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica fue Diputado en el Congreso en las legislaturas XI y XII
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