Que se extingan los machos que nos perdonan la vida y las súper mujeres que van al rescate del niño perfecto desde la casa perfecta y el súper despacho.
¿Qué tal si para la última del año nos dejamos de chorradas? Pero no como presume de hacerlo el malote venido a menos —y reconvertido en modelo de Cortefiel ahora que su tránsito se halla regulado— en un anuncio de chocolates. Hagámoslo de verdad. Seguramente, mi buen lector estará agolpando en su mente a estas alturas los deseos para el año que comienza en breve. Es natural. Cada diciembre, al llegar el final de los 365 ó 366 días corrientes, nos llenamos de propósitos, por lo general tan ilusorios como ilusionantes, que trataremos de llevar a buen puerto con las doce uvas ya en el gaznate. Poco ha cambiado con ese supersticioso gesto, casi nada en realidad, pero los humanos necesitamos los fines de ciclo. En eso somos como las lavadoras. A diferencia de ese tan preciado electrodoméstico, nosotros nos planteamos retos, desafíos, nuevos horizontes; y los divisamos con toda la determinación que nos queda. Un buen propósito por excelencia es cambiar una mala costumbre: dejar de fumar, dejar el alcohol, dejar de tomar grasas, dejar de fantasear con aquello que nunca hicimos… en fin, eliminar de nuestra dieta gastronómica y vital todo lo divertido.
Sin embargo, hay malas costumbres que conviene erradicar con prontitud y sin renunciar por ello a una sonrisa. Les propongo que jueguen conmigo a este juego: el de pensar en qué mal hábito quieren desechar aunque no sea suyo. De ese modo, esta columna será algo así como un muro perpetuo en el que siempre se estarán escribiendo nuevas líneas, nuevos deseos.
Comenzaré yo, por aquello de que me queda más cerca el papel en estos momentos. Vaya mi voto para lanzar al destierro tanta y tanta hipocresía, tantos medios que van de independientes pero responden moviendo la colita a la voz de su amo, tanto premio nobel con ínfulas y señora experta en el arte de no hacer nada y cobrarlo caro. Que se vaya al diablo la costumbre de enfrentar a los pueblos y hacerlos creer que las fronteras les sirven de escudo, o que están luchando por algo o que hay alguien que lucha por ellos. Que se extingan los machos que nos perdonan la vida y las súper mujeres que van al rescate del niño perfecto desde la casa perfecta y el súper despacho. Que nadie vuelva a creer en la gran mentira, esa de que se puede estar buena, tener hijos, ser independiente, estar realizada, trabajar fuera, ser feliz y comer sano. Y todo a la vez y las 24 horas. Que se acaben las mayorías parlamentarias de esos que son hijos de quienes son, nietos de quienes fueron, que roban como si no hubiera mañana e hipotecan así el nuestro. Y por encima de todo, que se termine la más horrible de las costumbres: la de matar al que piensa diferente o al que simplemente pasaba por la calle. Pongamos por caso Las Ramblas o Beirut.
Qué curioso que la compañera de reparto del galán patrio en la campaña publicitaria chocolateada sea además su partenaire para vestir a lo Cortefiel. Ella también presume de no tener reglas, ni prejuicios, de ser ella misma con la dulce tableta en la mano. Esta misma semana copaba una portada de revista para confesar su amor por los pasteles y su falta de disciplina para mantener el tipo. Sí, ese tipo del que jamás la hemos visto alejarse un gramo y al que solo la cirugía puede plantar batalla. Es inútil. Hay costumbres —malas costumbres— que no parecen tener fin. Pero ustedes sueñen, sueñen y cómanse las uvas pensando en una nueva era. Ese es el primer paso.