El próximo jueves 27 de enero se presenta en el Museo Arqueológico Municipal de Jerez el libro La primera mentira, Mitos y relatos distorsionados en la enseñanza de la Historia, una obra colectiva bajo la dirección de Daniel Jiménez Martín. Lo cierto es que ya lo tengo, porque me apresuré a comprarlo en cuanto tuve conocimiento de su existencia. Si como docente me interesa en su globalidad, como investigador me han llamado particularmente la atención los trabajos Tergiversaciones y disparates sobre Al-Ándalus y el pasado medieval de la Península y La invención de la Reconquista: usos y abusos de un concepto historiográfico, firmados respectivamente por Alejandro García Sanjuán y Martín F. Ríos Saloma. Me han parecido no solo magníficos, sino también necesarios.
Necesarios porque, como los citados autores explican mucho mejor de como yo pueda hacerlo, en los últimos años estamos retrocediendo hacia una visión de nuestro pasado medieval que entronca directa e indisimuladamente con la ideología nacionalcatólica de la dictatura franquista y que, a su vez, se retroalimenta de la creciente xenofobia, más concretamente de la islamofobia, que afecta a nuestras sociedades en la actualidad. Cierto es que este movimiento es en buena medida una reacción frente a esa visión de las tierras hispanas anteriores a la expulsión de los judíos en 1492 y de los mudéjares en 1502 según la cual nuestro medievo fue, aun con ciertas irregularidades en el tiempo y en el espacio, un modelo de convivencia pacífica entre las tres grandes culturas monoteístas. Visión esta que, basada en un buenismo que hace aguas por todos los costados, nunca ha circulado con especial éxito en el mundo científico y académico, sino que tiene más bien que ver con la propaganda ideológica por parte de cierta izquierda más o menos posmoderna según la cual podríamos mirarnos en ese espejo del pasado para enfrentarnos a determinados problemas de nuestro cada vez más multicultural presente.
Lo malo es que se nos está ofreciendo, no solo desde los libros de periodistas y divulgadores de contrastada ideología conservadora sino también desde círculos académicos, una visión en riguroso blanco y negro de “cristianos buenos” contra “moros malos” en la que no solo la historia medieval de la Península Ibérica, sino también la propia definición de España como nación, estaría articulada por ocho siglos de encarnizado enfrentamiento bélico puramente ideológico, ajeno a intereses económicos y geoestratégicos. La motivación principal de los reinos cristianos para avanzar hacia al sur no sería sino recuperar la esencia de una España que, faltaría más, solo puede ser concebida desde la fe cristiana, y que habría sido seriamente interrumpida en su devenir histórico por una civilización por completo ajena a lo hispano que habría llegado hasta aquí, ella sí, en busca de tierras, materias primas y posibilidades comerciales.
La realidad, como bien imagina el lector de estas líneas, resulta muchísimo más compleja. El enfrentamiento entre las civilizaciones cristiana y musulmana es algo incuestionable, como también el peso de ideología y religión tanto en la una como en la otra. Pero la frontera, esa frontera que por algo forma parte de nuestro topónimo, no fue solamente un escenario de tensiones, de luchas y de sangre. Fue también un espacio de intensa relación. Y por qué no, también de convivencia y hasta de tolerancia, siempre que entendamos este término en el contexto del medievo. Un historiador tan poco sospechoso de caer en el antes referido buenismo como Miguel Ángel Ladero Quesada ha dejado bien claro que en el periodo que se extiende desde la conquista cristiana del Valle del Guadalquivir hasta el arranque de la conquista de Granada en 1482 la mitad de los años vivieron fuertes tensiones en la franja fronteriza, mientras que la otra mitad conocieron la estabilidad y permitieron unos contactos fluidos. Y nuestro admirado Juan Abellán Pérez ha desenterrado considerables cantidades de documentación en torno a lo mucho que se movían personas y mercancías de un lado al otro de la frontera.
Yo mismo procuro aportar pinceladas en este intento de visualizar en toda su gama de colores y matices la realidad histórica acercándome a nuestro patrimonio artístico. En El mudéjar en Jerez, preguntas y respuestas, recién publicada por Tierra de Nadie Editores, se ofrece abundante información gráfica que evidencia una profunda admiración de nuestras élites medievales, esas mismas que lucharon contra el sultanato granadino, hacia las formas plásticas andalusíes. También estaban al corriente de la vanguardia artística de otros territorios de la cristiandad, y eso explica la presencia en esta ciudad de alabastros ingleses y de laudas sepulcrales flamencas, pero al mismo tiempo demandaba extensos paneles de alicatados tan vistosos como los de la mismísima Alhambra para sus espacios de enterramiento privilegiado, y ornamentaba las bóvedas de esos mismos espacios con atauriques, diseños de entrelazo y otros elementos de marcada estética mudéjar.
La Capilla de la Jura en San Juan de los Caballeros es quizá el más importante testimonio al respecto, aunque no precisamente el único. El clero jerezano no era tampoco ajeno a semejante bilingüismo artístico: las investigaciones de los ultimísimos años han dejado bien claro que las capillas mayores de nuestras iglesias del siglo XV recibían admirables retablos de pintura mural repletos de imágenes sagradas dentro de la estética italianizante, mientras que los zócalos de esos mismos retablos desplegaban entrelazo hispanomusulmán, los nichos que servían como sagrario se ornaban con abundantes yeserías mudéjares y los plementos de las bóvedas recibían el mismo tipo de decoración pictórica.
Por su parte, los interiores domésticos podían ornamentarse con zócalos pintados con lacerías como testimonia aquel fragmento que, procedente de la vivienda de don Fernando de la Quintana en la Plaza de San Lucas, hoy custodia el Museo Arqueológico. Y es que esos mismos jerezanos que eran responsables de las luchas fronterizas sentían una manifiesta admiración por lo andalusí, comerciaban con Granada y muy probablemente recibían a sus artistas en sus viviendas. Quizá no eran ajenos a la circunstancia de que ese mundo, el de la antigua Al-Ándalus, aunque recibió su semilla desde Damasco y luego quiso mirarse en el espejo de Bagdad, era también parte de “las Españas” medievales. Pero esa es otra historia, otra ocultación historiográfica, que dejamos para mejor ocasión.