Las palabras, en demasiadas ocasiones, vienen degradadas o son confusas, cuando no nos las regalan, directamente, vacías. Y los sufridos destinatarios, oyentes o lectores, nos sumergimos en una especie de marasmo conceptual en el que es imposible disimular nuestra desorientación.
Y esto nos sucede en nuestros días con afirmaciones como la desaparición de las clases sociales, la muerte de las ideologías o el fin de la historia, por citar solo algunos ejemplos. Por eso uno, que fue educado en la ortodoxia nacionalcatólica y reseteado por la heterodoxia de la transición, asiste perplejo a esta ceremonia de la confusión.
Y vuelve la mirada hacia atrás, buscando alguna certidumbre sobre la que asentarse y evitar ser alcanzado por esa especie de esquizofrenia social que se vislumbra en nuestro alrededor. Y comprueba, no con alegría, pero sí con cierto alivio, que como le enseñaron, en las sociedades actuales, siguen existiendo los propietarios de los medios de producción y aquellos, mucho más numerosos, que siguen vendiendo su fuerza de trabajo a cambio de un salario. Y concluye que, aun a pesar de haber cambiado el lenguaje, hoy mucho menos crítico y mucho más tecnificado, siguen existiendo los intereses contrapuestos que dieron origen a las clases sociales y a la lucha entre estas. Y, finalmente, comprueba, como ya venía sufriendo en sus propias carnes, la falacia de que las clases sociales hubieran desaparecido. Un mantra que por mucho que se repita no deviene cierto.
Muy relacionada con la afirmación que acabamos de desmontar nos encontramos con otra cantinela convertida ya en una “verdad” casi inatacable: la muerte de las ideologías. Negar la existencia de las ideologías, es negar la presencia de intereses contrapuestos entre clases, grupos o colectivos, es ignorar el conjunto de creencias y valores que los confrontan y desconocer las consecuencias que sobre ellos tienen los diversos condicionamientos socioeconómicos.
Pero con este segundo mantra, la mentira cobra nueva dimensión al pretender, negando la existencia de las ideologías, la imparcialidad de las instituciones de socialización, como si estas no se dedicaran a reproducir los modos y las relaciones de producción existentes. Más aún cuando dichas instituciones están determinadas por esos mismos modos de producción y por esas mismas relaciones que de ellos surgen. Y se han perfeccionado tanto, en el control de la educación, de la creación y difusión del conocimiento, de los medios de comunicación, etc., que parece que los valores culturales que lo encarnan sean disposiciones naturales.
En definitiva, la mayoría de los que niegan la existencia de las ideologías están, precisamente, al servicio de la ideología liberal-capitalista dominante, y condenan la existencia de aquellas otras que defendían intereses y valores diferentes. Queda claro, por tanto, que este mantra tampoco es neutral, sino que está también al servicio del sistema.
Para terminar este pequeño itinerario sobre las mentiras culturales que el sistema vencedor de la guerra fría nos pretende imponer, tomaremos el último de los ejemplos citados al principio: el fin de la historia. Fukuyama, que así se llama el americano de origen japonés padre de esta teoría, viene a defender que, tras el final de la guerra fría entre los dos sistemas que lideraron el mundo la mayor parte del siglo XX, se produce la victoria definitiva del modelo liberal-capitalista tras la caída del régimen comunista que representaba la Unión Soviética. Y que, no habiendo sistema alternativo, las amenazas al modelo capitalista quedaban reducidas al fundamentalismo religioso y los nacionalismos emergentes. Y auguraba un futuro pacífico en la que el hombre post-histórico solo se ocuparía de actividades que le permitieran satisfacer sus necesidades materiales, básicas o accesorias, movido por un exclusivo interés económico.
Los acontecimientos posteriores, sobre todo los de los primeros decenios de la presente centuria, vinieron a desmentir las “ingenuas” previsiones de Fukuyama. Las guerras de Iraq, Afganistán o Siria demostraron la verdadera dimensión del peligro fundamentalista. Por su parte, la lamentable invasión rusa de Ucrania mantiene activa una guerra en el corazón de Europa. Y no podemos olvidar el despertar de China. Aunque el gigante asiático se ha abierto, en parte, al modelo capitalista, sigue manteniendo un sistema político totalitario en el que derechos y libertades, tal y como los conocemos en el occidente desarrollado, brillan por su ausencia.
En definitiva, y por muchos mantras que pretendan imponernos, todo sigue estando en peligro; vivimos en un inestable equilibrio donde la paz viene siendo maltratada, las diferencias entre países siguen siendo desproporcionadas y las condiciones de vida de millones de personas continúan teniendo un carácter delictivo.
Comentarios