Ni me gusta el fútbol ni me interesa, excepto estos últimos días que me he empapado varios documentales sobre la vida y obra de Maradona. Nunca he entendido cómo este deporte rey puede levantar tantas pasiones y cómo la muchedumbre eufórica es capaz de desgañitarse ante un toque de balón. Sin embargo, ahora parece que lo entiendo mejor, más que nada por la curiosidad, la fascinación o incluso la rabia que puede provocar un personaje que lo ha dado todo y que se esfumó en loor de multitudes pero quizá solo y pidiendo ayuda. Pero, sobre todo, he aprendido que del mito, del héroe al villano, hay una delgada línea que cruzar y qué tan sólo pone en evidencia la vulnerabilidad del ser humano.
Maradona es el ejemplo de alguien que lo tuvo todo y nada. Tuvo fama, dinero y poder, pero murió solo, víctima implacable de una vida de excesos y desenfreno, como le han ocurrido a otros muchos mitos del cine, la música y que no supieron digerir ese caudal de éxito, de fama, de alabanzas del que probablemente se han aprovechado muchos de los que le rodeaban, muchos de aquellos amigos a los que solo les interesa el brillo que aporta el dinero y que hace grandes a seres insulsos, acomplejados y pequeños.
Maradona fue un grande del fútbol y dicen que una persona generosa que se rodeó de gente ingrata que puede que lo guiaran por caminos oscuros. Y esas borracheras de fama nunca las superó y le acompañaron hasta el final de sus días cuando el héroe, el Dios —como le llaman en su querida Argentina— bajó al más profundo de los infiernos.