Un mito es un acontecimiento histórico hecho persona que acompaña a una generación. Uno de los mitos de la mía fue un argentino de origen humilde convertido en superhéroe. Un Batman de carne y hueso admirado por todo el bien que era capaz de hacer en Gotham con solo una pelota en los pies. Un tipo capaz de ser global en una época en la que la globalización no existía. Capaz de hacer que todos los niños que jugábamos al fútbol en aquel descampado de albero de la Sevilla pre-Expo92, a miles de kilómetros de Buenos Aires o Nápoles, lo quisiéramos imitar haciendo que los partidos de cada tarde fueran una cosa insoportable. Porque en la Sevilla pre-Expo imitar al mito era recibir la pelota y no querer soltarla nunca. Era olvidarte de que existían compañeros de equipo a los que pasársela, era iniciar una aventura en solitario –que es el modo en que los héroes van a las aventuras– que sólo podía acabar de dos maneras: en el suelo con el cuerpo lleno de albero o, lo que era peor, logrando el segundo gol de Argentina contra Inglaterra para confirmar, una tarde más, que valía la pena que aquellos partidos fueran infumables a cambio de tener la posibilidad de sentirte superhéroe por unos segundos. Aquello no era fútbol, pero es que Maradona tampoco lo era. Era mucho más.
Al contrario que les pasa a otros acontecimientos históricos más sencillos de entender y ubicar, como la caída del muro de Berlín, el 11S o la llegada del hombre a la Luna, uno no puede situar al acontecimiento histórico Maradona en una tarde concreta. Siempre, de un modo u otro, anduvo por ahí regateando, mejor o peor. Conocí al mito poco tiempo antes de aquellos partidos en el albero. En los cromos de Panini del mundial de Italia’90 en los que conseguir a Maradona ilusionaba más que rellenar el álbum completo. No había otro que, como a su cromo, le bastase con una sonrisa en foto congelada, una enorme peluca y una camiseta de rayas blancas y azules para transmitir toneladas de fútbol, vida e ilusión. Ilusión porque lo que Maradona hacía, a ojos de un niño, más que el fútbol era magia. Lo conocí en movimiento en unas cintas de la revista Tiempo que repasaban mundiales en los que yo, o no había nacido aún o no tenía recuerdos. Destrocé aquella cinta de tanto darle al botón del pause en el mundial de México en el que a Maradona le bastaron 5 minutos para marcar el gol más tramposo y el más hermoso de la historia del fútbol.
Años después, como en un truco de magia imposible, Maradona apareció por la Sevilla del 92. En aquel año y en aquella Sevilla todo parecía posible. Vimos crecer una nueva ciudad, llegaron las autovías, se inventaron trenes de alta velocidad y recibimos a millones de visitantes exóticos llegados de sitios del planeta que no sabías que existían. A pesar de la sobredosis de estímulos, que Maradona se mudase a Sevilla parecía un exceso. Y lo era. Quien llegó desde miles de kilómetros para instalarse a pocos metros del campo de albero en el que se le imitaba no era ya el Maradona de las cintas de VHS, sino una parte de su sombra. Porque la obligación de un héroe también es recordarle al planeta que la vida es carne, hueso y algo de decepción. A veces, como en su relación con las mujeres, demasiada. Maradona llegó al Sevilla de Bilardo para recordarle a mi generación, sentada en primera fila, que la vida, incluso para los superhéroes, es un lugar frágil.
De los 29 partidos de Maradona en el Sevilla, de su paso por la ciudad, sólo se recuerdan hoy dos cosas. Aquella tarde en la que, frente al Zaragoza, de camino a sacar un córner, el argentino se encontró en el césped una bola de papel de bocadillo. Como un niño cuando se cruza con un charco, Maradona lo dejó todo en ese momento. Dejó el fútbol profesional, dejó aquel partido contra el Zaragoza que poco le importaba y dejó de darse cuenta de que estaba rodeado por cincuenta mil personas para hacer una parada poco profesional de camino al trabajo –aquel córner. Detenido el mundo, Maradona levantó la bola de papel de aluminio con la punta de la bota derecha y se dedicó, durante unos segundos, a darle unos toques imposibles antes de sacarla del césped con un taconazo y seguir con la farsa que suponía tener que seguir trabajando, tener que sacar aquel córner.
También ha quedado en el imaginario colectivo la relación del argentino con Pinedita, un joven canterano al que, decían, Maradona se llevaba de fiesta cada noche y lo descarrió jodiéndole la carrera. Quién sabe hasta dónde hubiera llegado la carrera de aquel chaval si no le hubiese tocado compartir vestuario, amistad y fiestas con un mito. Quién sabe si Maradona tuvo realmente la culpa o no de que aquel canterano no llegase a estrella. ¿Pero qué más da? Pinedita hoy tiene anécdotas que contar y otras que ocultar vividas junto al mito de toda una generación. Una de las que puede contar y cuenta es aquella en la que, antes de lanzar una falta, colocados los dos ante el balón, Pinedita le preguntó a su amigo: “¿La tiras tú o la tiro yo?”. Antes de que Maradona pudiera responderle, Pinedita dijo: “Qué tontería he dicho, perdona”. Creo que Maradona le hubiera dejado tirarla a él. Porque el Maradona posterior a los cromos, a las cintas de VHS, a los mundiales y a las grandes hazañas, lo único que quería ganar era cariño. Hoy, desde el campo de albero de Sevilla hasta su Buenos Aires, tiene el de muchísima gente.
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