Puigdemont es para el verano. Como las bicicletas, como los diminutivos: las terracitas, el arrocito, la playita, el gazpachito… No se entiende, de verdad, que en pleno ferragosto salga gente a decir que si con su fuga se ha cachondeado del Estado (del español, se entiende), que qué humillación, que esto es intolerable, y venga con el esperpento y la pandereta, el país de opereta, el paripé (joder, qué de palabras con ‘pes’, van cinco o seis seguidas), cuando cualquiera se da cuenta de que hemos asistido a la última representación de un gran artista que ha intentado, simple y llanamente, hacernos el verano más llevadero con una presencia que, aunque haya sido efímera, nos ha dejado una huella indeleble (o así).
Como aquel escapista mítico, el Gran Houdini, Puigdemont no solo lo ha hecho, sino que ha vuelto a hacerlo. Además, consigue arrancarnos una sonrisa siempre: con su anterior fuga en el maletero (esta vez ha dejado claro que no fue preciso), proclamando una república que duró 8 segundos, viviendo en Waterloo (donde la cagó definitivamente Napoleón, aunque para buena parte del personal es solo el nombre de la canción con la que ABBA ganó Eurovisión… que total, que casi mejor). Ahora lleva ya varios días sin decir esta boca es mía. Afirma que está precisamente desde Waterloo, pero nadie lo sabe a ciencia cierta. Puede que esté haciendo dos cosas: limpiando la mansión, que todo indica, a tenor de la política nacional, que debe estar a punto de entregar y es realmente grande o, esperemos que así sea, trabajando en la preparación de próximos números con los que volver a asombrar a propios (los indepes) y extraños (a estar alturas, nadie en el orbe).
Puigdemont debería terminar de dar forma al espectáculo que tiene entre manos y convertirlo, tal vez, en una especie de Gran Prix, pero presencial, haciendo una amplia gira por las fiestas patronales de los pueblos, primero de los Països Catalans y luego ya, cuando se sienta más seguro, de otras partes de España y de Francia también, que seguro que sería bien recibido. Puigdemont podría aparecer en sus actos vestido como la vaquilla, arengar a las masas indepes –incluso, ya puestos, a las indies en los festis: estaría perfecto, por ejemplo, de telonero o invitado en un concierto de Love of Lesbian, sería un plus– y desaparecer aprovechando que siempre habría 100 ó 200 seguidores dispuestos a vestirse también de vaquilla para facilitar su huida (pero, cuidado, que no sean todos jubilados, un segmento muy importante del público que moviliza y se ‘agita’ con sus ocurrencias, que disfrazarse en pleno verano puede no ser una buena idea).
Seguro que su abogado –perdón, su manager– Gonzalo Boye le cierra buenos contratos e incluso, con un poco de suerte, consigue alguna subvención estatal (al parecer, Pedro Sánchez es un fan) o de la Generalitat, bien en forma monetaria, bien en especies, caso de la participación de los Mossos pero en número reducido, que seiscientos como el otro día en Barcelona parecen muchos, la verdad, y esta gente tendrá cosas que atender, digo yo. Además, los mossos son muy de recibir órdenes, como está quedando claro a medida que se conocen detalles de lo que pasó el día de su gran función escapista. A ver, ¿dio alguien la orden de que el dron que controlaba el acto inaugural de su gira enfocara hacia Puigdemont? No. Pues ya está. No hay orden de enfocar, no se enfoca. A qué viene tanto debate.
Nada, nada. Ni humillación, ni ofensa, ni burla de Puigdemont al Estado, ni nada parecido. Lo que ocurre es que ha nacido una estrella. Pero del espectáculo.
A modo de coda: Lo sé. MARCA ACME está pensado para hablar de la muy noble y muy leal Jerez de la Fra, pero amigas y amigos, agosto a veces tiene estos giros...