Como se decía hace unos años, se acabó el simulacro. Ya pueden todos ustedes volver a sus quehaceres cotidianos, a sus pequeñas filias y fobias, a sus odios y amores cotidianos: no tienen que andar por ahí siendo felices ni esparciendo la felicidad. Se acabó la Eternidad, digo –perdón, en qué estaría pensando– la Navidad. En España siempre cargamos con esos días ‘de matute’ que son los Reyes Magos, aunque es cierto que hasta hace poco la Navidad no comenzaba hasta el puente de la Constitución, cuando en los países anglosajones, por ejemplo, desde finales de noviembre van ya lanzados. Bueno, como aquí y ahora. Como en Jerez de la Fra, sin ir más lejos.
Antes, viene al caso, se llegaba a decir que cantar villancicos en noviembre traía mala suerte (más bien del sur) o que era cosa de gente que no andaba bien de la cabeza (más bien del norte). Ya comenté aquí que una vez, de niño, yendo con mi madre, nos cruzamos por la calle con un señor que iba claramente cocido y cantando villancicos a pleno pulmón en noviembre (lo recuerdo porque fue poco después de mi cumpleaños); mi madre, en el inevitable comentario que lanzó al respecto, hizo primar con mucha diferencia la locura sobre la dipsomanía… ya ven como era el tema. Habrase visto: cantar villancicos en noviembre.
Eso sí, en lo que la sociedad se mantiene firme es en lo de las fechas de salida de la Navidad. Cuando se acaba, se acaba (como en la Feria… aunque en la Semana Santa yo no diría tanto). Hace unos años, en la calle Pescadería Vieja, un rumano al acordeón, despistado (o pícaro, a saber), atacó un villancico dos o tres días después de Reyes pensando que podría hacer la misma gracia que todos esos días atrás y conseguir unas monedas extra entre la parroquia allí sentada en las terrazas. Nuestro músico solo comprobó en sus propias carnes –mejor dicho, bolsillos– que la gente llega harta, hartísima, al final de las Navidades. No es que no le diera nadie dinero, es que una mesa hasta le reconvino sobre su (parcial) repertorio. No se cantan villancicos el ocho (o el nueve) de enero. Punto.
A estas alturas, el personal ha disfrutado/padecido todas las Zambombas habidas y por haber; ha disfrutado/padecido a los niños dos semanas largas en casa; ha disfrutado/padecido comidas de empresa, comidas con los que se lleva bien de la empresa, con familiares, con compañeros del instituto, de la universidad, del gimnasio, de bulería... puede que hasta con los del bar, y con los amigos de salir, claro, que se me olvidaban (no se crean que la dicotomía disfrutar/padecer es, digamos, taxativa, en cosa de segundos se puede pasar de un estado a otro y viceversa).
Y todo esto, más lo de los regalitos, no hay bolsillo que lo aguante, claro, no hay ni que decirlo, pero para mí que el desgaste que produce va más allá que el del bolsillo en el agujero. Es un cansancio emocional. Puro espumillón vital.
Pero bueno, puede que estas líneas se deban simplemente (es jueves 4 por la tarde) a que se escriben el primer día que llueve de verdad en Jerez de la Fra desde hace varias semanas. Por el callejón al que da mi casa acaba de pasar un tipo que me devuelve a realidad. Va gritando a todo trapo “ya vienen los Reyes Magos… Olé, olé, Holanda, que Holanda ya se ve”, o como se escriba, así, intercalado, mientras habla también de cosas prácticas con la mujer que va su lado (para que luego digan que los hombres no podemos hacer dos cosas a la vez). Espero que el tipo nunca lea este artículo y no porque no entendería gran cosa, que también, sino porque el mundo sería incomprensible sin gente como él: inasequible al desaliento.