Si aceptamos el sistema de democracia electoralista, en el que la gente del pueblo decidimos sobre nuestros/as representantes cada cuatro años, más o menos, en el rato en que depositamos una papeleta de uno de los partidos de los que hemos podido oír hablar por los medios de comunicación, tenemos que respetar los resultados. Será más imperfecta o menos, pero, si acudimos a las urnas y el cómputo se hace correctamente, no nos queda otra posibilidad que asumir la decisión del Soberano, así como sus consecuencias, es decir, la componenda de alianzas para presentar una fórmula previamente, la de opciones diferentes que se agrupan después del plebiscito o la simple suma de delegaciones para, al final, elegir a quienes nos gobiernen. Así, todo el mundo tiene que tragar con un presidente porque ha conseguido sumar un puñado de votos mayor que otro candidato, ya sean de varios partidos o de uno solo. Siempre habrá una alternativa esperando su ocasión, pero, no nos engañemos, no ha juntado los apoyos que el elegido sí ha juntado y ha perdido. Es lo que ha pasado en el Estado español en julio.
De igual modo o similar, en Andalucía, en las últimas elecciones autonómicas, ganó un partido con mayoría absoluta de representantes en el Parlamento. Tiene potestad para presentar, en el marco que le permite la legislación autonómica, las leyes que les parezcan oportunas, coincidentes o no con su programa electoral, pues no hay normativa que le obligue. Puede ser una amnistía para un proceso
de autodeterminación o para la legalización de pozos ilegales. La composición de esa Cámara, consecuentemente, elige al presidente y este, a sus consejeros y consejeras y, en cascada, a todo el equipo de Gobierno, como todo el mundo sabe y es preceptivo en el sistema en que estamos. Puede, por tanto, tomar las decisiones ejecutivas que le apetezca, dentro de lo estipulado legalmente, ya sea pactar con otra administración la cesión de ciertas competencias o subirse el sueldo.
Sin embargo, una cosa es la mayoría absoluta, en el Parlamento, que elige al Gobierno, y otra que esa mayoría sea absolutista, y eso es lo que observamos en el quehacer del señor Moreno Bonilla. Nos dijeron, y siguen diciendo permanentemente, que su estilo es dialogante y suave, pero lo cierto es que no está demostrando ni habilidad ni interés por pactar nada importante con nadie, ni tan siquiera con sus cercanos compañeros y compañeras en otras instituciones de la ultraderecha. Aprueban sus leyes, nombran a su personal de confianza, sin consenso, sin apoyos diversos. Mantienen a consejeros y consejeras por encima de todo, aun demostrándose su ineficacia. Coadyuvan conciertos con entidades privadas dedicadas a la educación y la sanidad, destinando enormes recursos públicos, incluso ampliando presupuestos, a grandes empresas de esos sectores (incluidas numerosas órdenes religiosas católicas), la práctica totalidad sin sede central en Andalucía, a pesar de las movilizaciones en la calle en defensa de lo público. Acepta subvenciones millonarias para sus correligionarios hídricos sin ceder lo más mínimo en su idea de ampliar regadíos y legalizar los existentes con otra catalogación.
Sobran los hechos para observar el absolutismo de esta derecha. El amago de amnistiar a grandes propietarios (y explotadores de mano de obra semiesclava) del fruto rojo en Huelva quedó en el regalo de bestiales subvenciones que compensan cualquier multa y premia a los que tanto se han beneficiado de pozos ilegales a las orillas de un Parque Natural patrimonio de todo el mundo, especialmente de las andaluzas y andaluces. Su propia subida de sueldo de casi un 20% y la de sus asesores y asesoras, mientras el PP aboga por no subir el exiguo salario mínimo, ha sido espectacular, de película de terror. El anuncio de la creación de una oficina de apoyo a expresidentes, con presupuesto desorbitado, le interesa para un futuro retiro de lujo a costa de nuestros impuestos, los nuestros, no de los ricos a lo que se los ha bajado. La polémica de Fitur, donde parece quiere dar menos espacio, casualmente, a las provincias con diputaciones controladas por la oposición, aún no se ha resuelto, pero es llamativa. La denuncia y petición de años de cárcel a sindicalistas que entraron en instalaciones públicas a protestar por su situación suena a represión pura y dura, aviso a navegantes y la mayor dureza para quienes osen criticar o cuestionar. El listado es largo y completo, bordado hasta el detalle, como la reducción a una sola provincia de la emisión de las preliminares del Carnaval de Cádiz, donde le dan fuerte y flojo, como a toda autoridad, que se lo toma con más guasa o con más ganas de censura.
La tensión política estatal es enorme. Cada día discutimos sobre un elemento de negociación, llevándonos las manos a la cabeza, poniendo el pulgar arriba afirmativamente, haciéndonos pensar y hasta desempolvando la última versión de la vetusta Constitución posfranquista a ver si entra o no entra. Los partidos buscan su protagonismo, oponiéndose a un decreto, vendiendo sus pocos votos en el Congreso a precio de oro, se reúnen mil veces en diferentes instituciones, ciudades y estados, con y sin mediación, la negociación es permanente, por todo y por nada. El conflicto está servido y las mesas de diálogo echan fuego. A veces algunos parecen añorar aquellas épocas de mayorías absolutas, rajonianas, aznarianas, felipinas, esos telediarios insípidos, de noticias intrascendentes y dedicación casi absoluta a algún astro del balón de los dos grandes equipos de la liga. Qué tiempos aquellos en los que no se hablaba apenas de política, la tranquilidad era la norma, las discusiones de bar casi aburrían, y no ahora, que hay que tener cuidado con lo que dices, la cara que pones o el aspaviento que haces cuando ves un meme, un chiste o una imagen partidaria.
Pareciera que en Andalucía así quiere el partido de gobierno autonómico que estemos, en la Ppax Juanma (nunca esplendor andalusí), sin disenso, sin cuestionamiento. Dotados de unos periódicos (digitales y en papel), radios y televisión autonómicas de un solo color, pensamiento único, apariciones repetitivas del Imperator Absolutum (nunca Califa o Emir). Todo tan controlado que no hace falta el diálogo, el acuerdo ni la negociación. Qué maravilla (para quien manda, claro). El poder absolut...ista.
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