Concentración en Sevilla por Palestina en una imagen reciente.
Concentración en Sevilla por Palestina en una imagen reciente. MAURI BUHIGAS

Mi amigo Irra no entendía de guerras. Tampoco de teología. Ni de viejos dioses, vengativos, rencorosos, sedientos de sangre, ni antiguos testamentos, oh Yahveh, seas quien seas, de contradicciones bíblicas, ni que el padre de todo este sindiós fue Abraham, ni que la madre que parió a unos y otros fue Sara y su esclava Agar. La madre de Irra tampoco, pero creyó que el nombre de Israel era muy bonito, mucho mejor que Manolo como su marido, su padre y el abuelo. Recuerdo las tardes de calle y llamar a su telefonillo y preguntar a su madre si estaba Irra, si podía bajar, jugar un rato. Y ella refunfuñar que ese no era el nombre de su hijo, que tenía uno muy bonito como para que lo llamásemos de esa manera.

Era bochornoso ir a su casa y aguantar las charlas mutadas en regañinas que le dedicaba al Irra su madre. Y nosotros, sin saber qué decir, donde mirar, qué hacer con las manos. Mientras nos ponía Colacao en un vaso que olía raro. ¿Verdad que Israel es muy bonito? Por alguna razón se murió y se salió con la suya, como insisten en hacer las madres cuando dejas de ser pequeño y aún piensan que les perteneces. Por ella empezó a presentarse como Israel, pese a nuestras primeras risas. Le costó un par de peleas, nudillos en carne viva y saber sangre para rebautizarse ante ojos desconocidos y los de toda la vida. 

Cantaba bien, salía en carnaval, jugaba bien al fútbol y le iba bien con las chicas. Todo bien con Israel. Le gustaba oírlo decir. Se volvió más popular, de moda. No nos dejó volver a llamarlo Irra, como lo habíamos hecho siempre. Se rebotaba cuando se nos escapaba. Se iba del partido, del cine, del banco de la plaza o donde nos cuadrara. Éramos buenos amigos y dejamos de serlo de la noche a la mañana, como suele pasar. Se volvió gilipollas, repitió, cambió de instituto, dejó el carnaval, se apuntó a un gimnasio y comenzó a parar con chicos repetidores más mayores que fumaban grifa, se sentaban en la última fila y pegaban palizas si pestañeabas al pasar dentro de su radio de acción. 

Se hicieron leyenda negra y le hicieron la vida imposible a muchos chavales, antes de que le perdiera la pista definitivamente hace milenios. 

Mi amigo Irra solo entendía de puños. 

Lo cual sería honesto si no hubiera sido una impostura de macho patético alfa. 

Desde hace una semana me lo llevo encontrando cada día cuando paso frente al ayuntamiento. Comanda una protesta multitudinaria de palestinas al cuello. No sé con exactitud qué medidas piden o creen que está en la mano del Ayuntamiento de Cádiz. Que cese la guerra, que los judíos renuncien a la tierra prometida, que llueva café en el campo. Me vio, me ubicó y soltó el megáfono un segundo para venir a saludarme. Nos abrazamos con ganas de soltarnos. Hombre, Israel, dije. Compuso un gesto de confusión y temí haberme equivocado de nombre. Juraría que no, pero la memoria y sus recovecos y mis despistes. Acabó recomponiéndose. Quillo qué, na, bien, y tú, pues na, tirando. Tenía un papel plastificado al pecho en donde se identificaba como Irra. ¿Adiós a Israel? Pronto no supimos que más decirnos y nos rescató una chica de rastas que requería a mi amigo con el megáfono en alto. ¡Irra!, gritó, para volver a confirmarme.  Se disculpó con un gesto de que lo sentía, el deber, la lucha, lo correcto le llamaba. Despidiéndose con a ver si nos tomábamos algo un día. Llegó al frente de su gente y comenzó a lanzar proclamas como nadie. 

Que yo sepa, a Irra nunca le había interesado ser punta de lanza de problemas internacionales, ni el compromiso social, ni la política, ni las guerras, ni la historia, ni mucho menos las religiones, o ser defensa y no azote del más débil. Pero todos tenemos derecho a cambiar con el tiempo. Modificarnos y malearnos hasta el nombre de pila. Podemos hasta ser unos hijos de puta y volvernos los elegidos o Karina y cantar con voz de princesa tonta Disney los Pajaritos. Cambiar. Hasta el mismo dios lo hizo de un testamento a otro. De castigar con sangre a pueblos ajenos y propios, a perdonar que le mataran a su propio hijo. Eso sí, lo que nunca podrá cambiar son los muertos que plantamos por el camino.

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