Mi historia es la del deterioro y mi narración, la de la decrepitud. Pudiera parecer que no, vista mi apostura de aquel entonces, la de un fino y atildado galán de mediada la treintena, allá a principios de los 90 del pasado XX. Pero mi facha de entonces estaba en consonancia y a la par con la de aquella ciudad que me acogió y me vio sentar en ella mis reales. Joven, pujante, ambicioso, creciente y algo desmesurado. Así era yo y así era aquella Jerez que yo conocí hace 25 años, esa Jerez que como yo se derramaba por sus calles, que peatonalizaba vías principales de comunicación exclusivamente para apaciguar las demandas de los intereses sectoriales de una minoría pymempresarial contentando la vena artística de fotógrafos forofos de centros comerciales abiertos y cerrados, esa Jerez que erigía macroestatuas minotaurinas sin ton ni son (o con maquilladas facturas muy por encima del artísticamente razonable ton y son) sólo para satisfacer faraónicos egos y untar de grasa sobrante al monstruo partidista al que era menester nutrir aunque fuera a base de liquidaciones desmedidas para alimentar reptilísticos fondos y masivos enchufes de afines mamando de la capitolina loba jerezana.

Como al otro que hoy guarda reposo a cubierto de los fatídicos rayos UVA mientras espera su ansiada liberación, también a mí ¡me encantaba Jerez! Sí, hablo de ese hombre megalocéfalo al que hoy todos desprecian y nadie afirma conocer pero ante el que esos mismos se prosternaban cuando todo Jerez —empresas y empresarios locales a.i.— y quienes a su sombra medraban le debían su dimensión, magnitud y envergadura. Y su prosperidad. Todo el mundo chupaba de la teta que el Cabeza ordeñaba. Porque con el tiempo Jerez, como yo, fue un despiporre y creció sin mesura y sin orden ni concierto. Los PGOU eran una chufla recaudadora diseñada a gusto del contratista y del "progresista" político pseudonacionalista aspirante a plutócrata, una máquina de ingresar en el erario público y en donde fuere, que todo ingenio mecánico tiene pérdidas por mil grietas y fisuras y las hermandades y las constructoras lo saben bien, allá que se recaudaba de las decenas de miles de licitaciones, licencias de obras, certificaciones, impuestos por vados, impuestos de bienes immuebles, canalizaciones de agua, luz, gas, ONO sucesivos, impuestos por el aire, impuestos por el sol, impuestos por lo que fuera y licencias concedidas a tómbola abierta. Los pobrecitos aspirantes a medioburgueses lo pagaban con amorosa religiosidad, ansiando convertirse en inquilinos de las pitufas tan vilipendiadas por el mismo que en junta de gobierno local las autorizaba con entusiasmo, los bloques tumbaítos como las llamaba el que en privado las satirizaba y en público hacía de ellas un paradójicamente deseado ingreso en caja, desmedida cornucopia pública y privada. Que también privada sería, digo yo.

Y la ciudad creía. Y yo. Y la ciudad engordaba. Y yo. Estaba gordo. Y aún lo estoy. La Marquesa, Montealegre, Los Villares, El Duque, la nueva Canaleja, El Encinar, El Altillo, Puertas del Sur... todo era un despropósito creciendo a lo ancho, como mi cintura. Todo más lejano, todo más largo, todo más caro. Las tuberías, el saneamiento, los cables, la luz, las líneas de autobús, la recogida de basuras... todo más desparramao, y en proporción mucho más gravoso que el coste social de los vecinos de los barrios obreros de siempre, los que viviendo en torretas economizaban cívicamente servicios y costos sociales al apilarse en vertical, los del Parque Atlántico, Icovesa, Las Torres, Torresblancas, el Mopu, La Granja... Y Jerez y yo engordábamos a la par.

Y mientras fusteguerianos, luiscruzenses, carrionistas entre otras muchas tribus consistoriales, ponían patas arriba la ciudad para acomodarla a sus caóticos e inexpertos modelos buenistas ajustados ingenuamente —o no— a lo que ellos creían debía ser la urbe del futuro, todo ellos convenían en que si al boss don Pietro il Padrone le satisfacía que el centro fuera para recorrerlo a pie o footingneando con su cohorte de machacas, debiera hacerse, ya que el pintoresquismo estampista de los diletantes neoburgueses acomodaticios y acomodados, los poderosos y pudientes de siempre, así lo aconsejaba, aunque con ello se penalizaran insufriblemente y de por vida las conexiones entre los barrios septentrionales y meridionales y aunque el vilipendiado sur —ese que enfangaba, qué asco, como un chicle los zapatos del señorito— quedara aislado para siempre de los flujos urbanos esenciales, no fuera que contaminara el tranquilo deambular de tanto bodeguero y hermano mayor vineando por calle Larga.

Y así, la ciudad entera se transformó en rehén de un centro artificialmente engrosado que a golpe de ordenanza se convirtió en inmerecido foco atractor de cada visión, de cada movimiento, de cada viaje, de cada ladrillo o de cada adoquín cambiado de sitio. Y todos los ciudadanos, obreros, trabajadores y desempleados que viviendo en barrios desasistidos debieran preocuparse de cómo conectarlos e interrelacionarlos, se transformaron en indeseados tributarios de un modelo centralista que convertía el cogollo urbano en un nucleo impermeable e intraspasable, pero bajo cuyo subsuelo se construían (para equilibrar balances comerciales privados y a modo de incentivo para incautos proletarios) miles de plazas de aparcamiento adjudicadas ad eternum por medio siglo. Y a él vertían los beneficios de todos los servicios públicos que debieran haberse repartido más equitativamente por toda la ciudad.

Y así empecé a quedarme calvo. Porque ya estoy calvo. He perdido todas las palmeras —monocultivo pachequil— a manos del jodido picudo; he visto como la inmensa mayoría de los árboles singulares, inmensos pinos, inabarcables eucaliptos, han caído bajo la cruel sierra de Infraestructura y de Parques y Jardines; he presenciado como la arboleda proletaria de Ronda Viñedos —envidia de la calle Porvera— era talada para dejar las aceras tal como estaban antes y sólo ganar aparcamiento en batería en lugar de hilera, hermoso espectáculo de verdor liquidado para ganar 10 plazas por acera; he visto morir la irrepetible arboleda del Parque Atlántico, sólo por escuchar las quejas de los mismos que diez años después comprueban que las losas siguen alzándose, aunque no haya raíces ni árboles que las empujen; y he sentido como propio el dolor de los ecologistas que lloraban por cada árbol talado en Ingeniero Ángel Mayo para acomodar el infumable acerabici de los cojones. Con las décadas y lustros, la ciudad perdió su frondosidad y yo mi cabellera. Los dos, calvos.

Y ese Jerez incomprensiblemente hiperdiseminado, ese mismo con un 50% más de viviendas construidas que las ciudades españolas de su mismo tamaño en la misma década 2001-2011, ese que presume de cubierta vegetal cuando sólo tiene naranjitos enanos y evónimus de bajo porte, ese también se anquilosa y envejece. Como yo. Ambos estamos ya viejos. Los dos padecemos de nuestra respectiva senectud. A mí me cuesta horrores levantarme cuando me agacho, agacharme cuando me alzo, doblar una articulación y estirar todo lo que debiera ser estirable, digo... Y me crecen verrugas y me salen granos y arrugas y la piel ya no es tersa ni me la siento elástica... Pero como yo, Jerez, cuyos intramuros están abandonados de la mano de Dios, de Rajoy y de Marx, cuyos solares producen jaramagos y colonias de gatos casi por generación espontánea, cuyas casas ultracentenarias se adornan de patéticos puntales que a duras penas aguantan los inminentes derribos de sepulcros sin blanquear y no de lustrosas rehabilitaciones

San Mateo, San Lucas, las plazas del Mercado, Belén, Vargas... se caen a pedazos mientras las mismas plazas en Cádiz, Sevilla o Córdoba son gloriosamente arregladas, obligadas a pintar las fachadas deterioradas, expropiadas las fincas abandonadas y el casco viejo convertido en un lugar generador de inmensa riqueza y de enorme empleo. Para mi propio escarnio y el de la ciudad que me da cobijo, localidades de nuestro entorno se someten exitosamente y doy fe en cada caso a estiramientos, cirugía plástica, lifting y tratamientos urbanísticos de rejuvenecimiento. Pero en Jerez, la paulatina decadencia, el imparable declive se ha convertido en la más vergonzosa aunque reversible decrepitud. Como yo, Jerez ha engordado, Jerez está calva, Jerez está vieja. De mí, de ti, de nuestros munícipes y de todos depende que adelgacemos, recuperemos pelambrera digna y rejuvenezcamos a base de colágeno, o de coraje. Por el bien de nuestros hijos, por el de nuestros nietos.

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