Para entender esta historia quizás haya que remontarse a otra época. Mi madre y la Pepa, vecinas puerta con puerta, se conocían de niñas, del barrio de la Viña. Por eso, cuando fueron a parar las dos, ya de mayor, con sus familias a unos bloques de vivienda de la entonces periferia de la ciudad, a la Curva de Segunda Aguada, entablaron desde el primer día una amistad y una fraternidad de cuarenta años que sólo ha podido romper la muerte.
Contaban siempre, entre carcajadas, que la tarde que le entregaron las llaves, la Pepa y su familia sólo tenían la intención de visitar la casa. Sin embargo, se pusieron a charlar, a reír, sus niñas y mis hermanos a jugar y, cuando se dieron cuenta, tuvieron que improvisar unos colchones en casa de la Pepa para dormir por primera vez en su nuevo hogar.
Desde entonces, nunca más se cerraron las puertas de cada vivienda. En casa de mi madre, en la planta número 12 de un bloque de hormigón, no existían fronteras en los umbrales. Los portones se abrían de par en par y era lo normal corretear de un hogar a otro, pasar del olor a guiso al de las macetas, era lo normal sentir que la casa de la Pepa era tan tuya como la propia. Era lo normal almorzar allí sin aviso, sentándote en la mesa con total naturalidad.
Así crecí durante 30 años. Asimilando sin darme cuenta de lo extraordinario de ese viejo sentimiento de vecindad y de comunidad. Un mundo colectivo que se ha deteriorado por una sociedad más individualista, más deshumanizada y más fría. Yo, que creo profundamente en los cuidados como centro de la vida, tuve la suerte de nacer con mi madre y la Pepa, que me dieron con su ejemplo la mejor lección.
Recuerdo especialmente los años de Universidad o las visitas ya como adulto. Me entraba una alegría enorme cuando aún desde dentro del ascensor escuchaba las voces de la Pepa y mi madre charlando junto a uno de los portones. Yo abrazaba y besaba a las dos por igual y ambas me respondían los besos con el mismo cariño de madre. De ahí cogí la costumbre en los viajes de llevar siempre un detalle o un imán de nevera para la Pepa. Al fin y al cabo, también era el hogar.
La mayoría de veces se unía la Ani, del 12B, a esas charlas improvisadas en bata. Y entonces las carcajadas se escuchaban hasta en el Cerro del Moro.
Esa risa exagerada de la Pepa se apagó el viernes. Se fue en silencio y sin avisar. Muy cansada de la vida y de los achaques. Y a mí se me cayó el cielo en lo alto. Porque se fue y me quedó la promesa de llevarle al chico una tarde, se fue y me quedó la promesa de que lo viera con la ropita que ella le había regalado, se fue mientras días antes en la cabeza me golpeó el recuerdo de que tenía que ir a visitarla, que llevaba ya varios meses y mi madre me decía que se encontraba regular.
Es jodido que en esta época de las comunicaciones estemos más incomunicados que nunca. Es jodido que en esta época de la movilidad se hagan tan lejanos y tan difíciles apenas tres kilómetros de distancia, lo que separa El Centro de mi barrio. "La Pepa tenía las llaves de mi casa y nosotros las suyas" decía Antonio, del 12B, para explicar la confianza y el cariño de las tres familias.
Es jodido saber que con la Pepa se marcha una forma de vida más colectiva, comunitaria y mucho más bonita que esta, en la que no conozco siquiera los nombres de mis vecinos actuales. Pero lo peor, sin duda, el vacío que deja por las mañanas a mi madre y que ya nunca más desde el ascensor escucharé con una sonrisa las charlas y las carcajadas exageradas de esa planta, la de un bloque de hormigón cualquiera en un barrio de periferia.
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