Pepa no es mi vecina, y quizás no se llama Pepa. Quizás es tu vecina y puede que Pepa sea su nombre. Lo único seguro es que es una persona real. Llevo viéndola desde que de pequeña mi padre me llevaba todas las mañanas al colegio y Pepa estaba ahí, asomada a la ventana de su casa. No salía más allá de la puerta, siempre con su vestido a la altura de los tobillos, su delantal y su pelo corto y canoso. Siempre me llamó la atención. No fallaba nunca su presencia silenciosa y sus ojos observando sin curiosidad, como dando por perdido todo lo que estaba al otro lado de su casa de ladrillo visto.
Pepa tenía dos hijos, un hombre y una mujer que casi no pasaban a visitarla. Cuando yo era niña, rondaban por la azotea de la casa y por la calle; ya eran casi adultos, por eso no les recuerdo bien.
Yo había empezado en el instituto cuando vi por primera vez al marido de Pepa. Llegaba a la puerta de la casa en un coche clásico, hablando a voces y parándose en medio de la calle como si fuera el dueño del barrio. Pero la mala educación no es capaz de llamar tanto mi atención como la ordinariez. No sólo era un chuloputas, sino que además lo parecía. Sin complejos. Era como Torrente, pero sin la picaresca. Con los sellos y las medallas de oro, la camisa medio abierta, la boca a rebosar de chulería... Vamos, que el tipo no tenía ninguna gracia, daba grima y, lo que es peor, mucho miedo.
Me fui a clase pensando en Pepa. No imaginaba que una mujer tan sencilla y tan discreta podría convivir con un tipo así. Entendí que a él se le viese poco por el barrio y que ella no saliera de la puerta de su casa. Estaba en clase y no paraba de pensar que, durante años, Pepa respetaba la línea entre su puerta y la calle sin que el perro guardián estuviese presente porque el miedo todo lo puede. Descubrir de golpe que la señora que desde pequeña me había resultado curiosa en realidad estaba secuestrada en su propia casa me encogió el corazón… Tendría yo trece años.
Un buen día, creo que un viernes, estando yo tan agobiada como mis compañeros de clase con eso de la selectividad, salí de casa para ir al instituto, y me quedé de piedra. Un revuelo cansado y un murmullo de lamento que escondía alegría. “Ha muerto”, me dijo mi padre, sacándome de mis pensamientos. Me salió una media sonrisa. Veía a Pepa, en la puerta de su casa, hablando con unos cuantos vecinos que le daban el pésame, mientras ella los atendía con una máscara de neutralidad. Seguía con su aspecto de siempre, excepto por su forma de respirar y su forma de mirar.
Un infarto. Eso decían los vecinos.
Me fui a clase alegrándome por ella. Sabía perfectamente que era políticamente incorrecto que la muerte fortuita de un tipejo se tradujese en una sonrisa en mi cara… Poco me importó. Sonreí entonces y sonrío aún.
Pocos días después, apenas los que demanda el luto, Pepa salía de la puerta de casa y se asomaba al parque de amapolas que tenemos al otro lado de la calle. Qué ganas tenía de verla sin dejarse abrazar por esos marcos de ladrillo… Eso sí, hubo un detalle que me hizo prometerme que algún día escribiría sobre ella, y no sólo porque su historia de amargura acabase mejor que la de muchas otras, sino por un detalle que hacía a Pepa maravillosa: el día que por fin se asomó al parque seguía llevando su delantal, pero había cambiado su vestido por un par de pantalones. Las ganas que habría tenido durante años de vestirse así.
Hoy hace años que me quité de encima la selectividad y la licenciatura, pero sigo sonriendo. He vuelto a casa para ver que Pepa sigue asomándose al parque de las amapolas, sin delantal y luciendo pantalones.
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