La pasada semana no pude cumplir este compromiso semanal con lavozdelsur.es. Me encontraba asistiendo a la Asamblea Parlamentaria de la OTAN que se celebraba en Turquía y en la que tuve la oportunidad de ver y oír, en vivo y en directo, la intervención del presidente turco, Erdogan, en la sesión plenaria de clausura de la Asamblea. Por eso no me sorprendía el titular que este mediodía se podía leer, encabezando la portada de El País digital, en el que Erdogan amenazaba a la Unión Europea con abrir las fronteras a tres millones de refugiados. Lo que ahora se mostraba con toda su crudeza y sin tapujos era la misma idea que revestida de lenguaje diplomático había escuchado el pasado lunes de boca del Presidente turco en sus minutos de gloria como anfitrión ante los delegados parlamentarios y el propio Secretario General de la OTAN.

Quedaba claro que Erdogan este último lunes había venido a hablarnos de su libro, mostrándose orgulloso, al tiempo que cansado, de ser el guardián del muro que protege al mundo occidental de los peligros del terrorismo islámico y de los deseos de una vida mejor de millones de refugiados que huyen del conflicto sirio y de la persecución del Estado Islámico. La mañana del lunes, mientras escuchaba al mandatario turco cantándole las cuarenta de la insolidaridad a sus anfitriones y aliados militares, no dudé ni por un momento que Turquía, o al menos su presidente y su clase dirigente, escuchaba complacida los cantos de sirena del nuevo fantasma que recorre el mundo del uno al otro confín, me refiero a la fiebre populista que despierta adhesiones populares en la población.

Pero no sólo Erdogan tuvo esta semana sus minutos de gloria, aquí en nuestro país hubo también quienes desde distintas y opuestas posiciones ideológicas y políticas no pudieron resistirse a la tentación de convertir un minuto de silencio en su particular minuto de gloria. Lo hicieron, desde la nueva política, y también desde la vieja tuneada, Pablo Iglesias y Alberto Garzón, respectivamente. La muerte repentina de Rita Barberá y la decisión de la presidencia del Congreso de guardar un minuto de silencio con tal motivo fue la penúltima oportunidad para Iglesias de mostrar que Podemos no hace prisioneros cuando de humanidad se trata. Y su aprendiz de lugarteniente, Alberto Garzón, corrió con los papeles perdidos a reír la gracia de su nuevo amigo mostrándose más iglesista que el propio Iglesias en un ejercicio de crueldad inútil por innecesario y fuera de lugar en un intento desesperado de alcanzar la gloria del Olimpo de los imbéciles, ese en el que habitan esos miles de usuarios de las redes sociales que también mueren por su propio minuto de gloria justificando la decisión del “gorrión supremo” y a ser posible amplificando la grosería del gesto.

Pero si a Iglesias se le fue la mano y a Garzón medio cuerpo, no menos grotesca resultaba la sobreactuación de una buena parte de los correligionarios políticos de la senadora fallecida. Otro, que como Iglesias muere por el minuto de gloria, el portavoz popular Rafael Hernando, resultaba cuanto menos patético en su inútil esfuerzo por culpar a la libertad de prensa del triste final de Barberá. Él, que ha hecho del martillo de hereje de sus adversarios políticos su disfraz preferido en la fiesta de la calumnia y la difamación, pretendía arrojar sobre tejado ajeno la pesada carga del abandono oportunista al que sometieron a su compañera de Partido cuando las cañas se volvieron lanzas teñidas del virus de la corrupción.

Cuando se pretende cambiar el silencio respetuoso por la gloria efímera de la palabra inadecuada cobra sentido aquel viejo refrán que cuenta que en boca cerrada no entran moscas porque de haber hablado se arrepintieron muchos, de haber callado ninguno.

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