No sé si os habréis dado cuenta de que las ciudades tienen personalidad. Por ejemplo, Madrid. Es tan nerviosa... Madrid es como un amor de esos enfermizos que se ven por ahí, de los que están en un tira y afloja durante años: enamora, estresa, inquieta y sigue sorprendiendo con cada rincón y cada persona que alberga. Cuando vivía allí, la seguía descubriendo cada vez que me visitaba alguien. Como dice una de mis mejores amigas, “a Madrid le debo mis vicios”, mis preocupaciones, mis desvelos, pero también la persona que soy ahora. Madrid quema. No creo que nadie haya definido mejor nada que Joaquín Sabina cuando definió la capital en Pongamos que hablo de Madrid.
Tenía un amigo de la universidad que decía que Cádiz huele a “arenques” —así les llamaba él—. No cuenta, porque era del interior. Cádiz no huele a arenques, huele a mar. Al mar puro de miles de años, que ha visto mucho y que todavía tiene mucho que presenciar, desde legendarias batallas entre barcos hasta un abrazo cualquiera en el Campo del Sur o una risa histérica de dos amigas en una terraza en los alrededores de la Plaza Mina. A todos nos pasa, o al menos conozco a muchos que nos ha pasado: renegamos de Cádiz y cuando nos vamos sólo queremos volver a preguntarle cómo le va. Como a un amigo de toda la vida.
Y Granada. Para mí, que casi siempre la he visitado en invierno, es melancólica, algo triste —incluso en primavera, cuando está salpicada de todos los colores—. Uno levanta la vista y ve la Alhambra ahí enfrente. Por lo que sé, es una de esas ciudades que le cambian a uno, como esa persona que le enseña a uno que no todo es blanco o negro, sino que hay una escala de grises.
Todos dicen que en el norte se come bien. Cuando uno va a Bilbao, esa afirmación cobra una nueva dimensión. No me habléis de San Sebastián y su Concha, por favor, que sé que es preciosa, pero los paseos por la ría de Bilbao colgada de la mano de mi abuela le ganan la partida de calle. Es una ciudad tan gris, que es como uno de esos familiares secos y antipáticos al que, inexplicablemente, toda la familia visita y adora.
En uno de sus libros, que leí no hace mucho, Paul Auster enumeraba todas las ciudades en las que había vivido a lo largo de su vida y a cada una le daba un carácter, relacionado con esa época de su vida. Y es que hace mucho que me di cuenta de que la ciudad es para ti tan especial o tan anodina como lo haya sido tu experiencia en ella. Hablaré de Lisboa, por ejemplo: cuando me fui a vivir allí, una beca Erasmus de cinco meses, estuve a punto de ocupar la habitación que dejaba una chica que no había sabido adaptarse, que no estaba cómoda en la ciudad. Cuando había pasado un mes allí, me era imposible imaginar que alguien no pudiese estar a gusto en ella. Pero Lisboa es fácil, casi todos se enamoran de ella.
Espero completar mi catálogo de ciudades-persona hasta llenarlo de páginas y más páginas.