La imagen clásica de la maternidad tiene en el padre moderno a un opositor indiferente de primer orden. Contemplamos al retoño adherido tiernamente a su madre paseando por la pradera, ojeando los escaparates, y de repente por la acera de enfrente se nos cruza un tipo desaliñado empujando un carrito determinado en algún objetivo que quizás sea llegar al parque antes de que lo cierren o comprar el pan a las dos y media de la tarde.
La madre que parsimoniosamente toma asiento en el velador de una cafetería tiene al bebé dormitando bajo su pecho al son del tintineo de una cucharilla en un menta poleo, cuando de repente, a dos mesas más allá se presenta uno que aparca el carrito de Fórmula 1, echa el freno, saca un periódico que insiste en la deriva española y se pide una birra. También ese está cumpliendo con la crianza.
El monumento a la maternidad que hay en toda ciudad empieza a parecer anacrónico. El de la paternidad probablemente rehúya cualquier reconocimiento transcendente. Nada de este transvase de maternidad y paternidad puede ser perjudicial, aunque es inevitable escuchar a mujeres barruntar si esto no se les ha ido de las manos. Con ellos, los bebés se descargan de parafernalia y reciben menos besos; salen a la calle en chándal un día sí y otro también, como los buenos jubilados; y se divierten aprendiendo a coger curvas y esquivar bolardos.