Cada día a las ocho de la tarde la pequeña de casa, mi hija María, de siete años, sale a la calle a aplaudir. El otro día se sumó su hermano, con el fagot, ayer su padre, con una de esas bocinas que se escuchan en todo el vecindario, a menudo yo también lo hago. Lo que importa es que ese sonido salga de cada casa y llegue donde tiene que llegar.
Ella, como muchos otros peques, se aburre tanto tiempo en casa, intentando reducir las horas que se le hacen eternas y esquivar los deberes que nos obligan por igual a ella y a nosotros, que no damos abasto teletrabajando e intentando paliar su desánimo al tiempo que esta ocupación nos libra sólo por momentos de la extraordinaria preocupación “de adultos” que nos inunda.
Todo el mundo intenta procrastinar, porque es muy posible que ninguna de las direcciones que tenemos que tomar en estos días nos parezca la correcta. Dicen que procrastinar no es una cuestión de holgazanería sino gestión y regulación de las emociones. Lo mismo es verdad, y es el mecanismo de defensa que tenemos para esquivar el camino al abismo al que parece cualquier paso que damos y que no se refiera al abordaje de lo más cotidiano y urgente.
A lo mejor no sabemos qué hacer con nuestro día a día en la empresa, en la actividad económica, y más aún, en muchos casos no sabemos cómo vamos a poder lidiar con lo que se nos va a venir encima, a nivel individual y colectivo. Dudo de que nadie pueda vaticinar lo que va a ocurrir de aquí a nada, más allá del confinamiento al que casi toda la población está abocada.
Bueno, hay por ahí algunos que lo saben todo antes que nadie. E incluso tienen ya muchas respuestas. Pero no me refiero a tales, sino quien de verdad no duerme porque no sabe si sus padres, ya mayores, estarán tan bien como dicen o si sus hijos, afortunadamente ahora en casa, podrán seguir con lo que querían que fueran sus vidas después de esto…
Y aun así, de este mal compartido brota una inmensa solidaridad y responsabilidad colectiva que va de abajo a arriba, sin que ninguna de las facciones políticas –pónganle cualquier color— se pueda arrogar o manipular. Vecindarios que recuperan relaciones y colaboraciones perdidas, que se organizan para llevar a cabo acciones que mejoran la vida de todos. Personas que cuidan de personas, gente que se ofrece a comprar, a hacer actividades para entretener a los peques, a echar un vistazo a alguien, a ofrecer comida o a coser mascarillas, que aunque no sean quirúrgicas, sí sirven para no extender más el mal que nos asola y a hacer sentir a quienes reciben esos dones que importan a los demás. No sé si ustedes habían percibido antes un sentimiento así de manera colectiva, con esta fuerza y con esta amplitud. Yo, nunca antes.
A lo mejor resulta ingenuo, pero tengo la sensación de que la mayoría de nosotros somos mejores personas de que antes de que comenzara esta pandemia; o a lo mejor es que ésta nos ha dado la oportunidad de demostrar lo poco que cuesta hacer algo por los demás. Ya tocará analizar y posiblemente ajustar cuentas. Pero cuando todo esto termine, que terminará.
De momento, un gracias gigantesco a cada una de las personas que estos días velan de mil maneras por los demás, quienes lo hacen con la vocación de la sanidad o la seguridad, y quienes lo hacen por solidaridad con los demás. Sois mejores.
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