Hoy escribo esta columna con un órgano –no vital— menos en mi cuerpo, y unos cuantos puntos de sutura en proceso de cicatrización, después de que el pasado miércoles tuviesen que intervenirme de urgencia en el Hospital de Jerez. Parte de lo vivido allí me obliga a compartirlo con el ánimo de que quien tenga capacidad, actúe; aunque quizá hubiese bastado con presentar una reclamación en la gerencia.
Mi queja no tiene que ver con las extraordinarias y los extraordinarios profesionales que me prestaron su atención; y pongo a las extraordinarias en primer lugar porque desde la doctora que me evaluó hasta las cirujanas que me operaron y la mayoría de las enfermeras y personal sanitario eran mujeres. En absoluto tiene que ver con todas estas personas, a las que desde aquí les envío mi más infinito agradecimiento. Sois titanes.
Mi desolación viene por las lamentables condiciones en las que tienen que prestar, en ocasiones, un servicio que es vital, cuando esa palabra justamente atiende a su nombre: afecta a la vida.
La saturación del sistema y la multiplicación de tareas, por no hablar de una jornada laboral inhumana e indigna, entre otros problemas, provocó que nos encontrásemos dos pacientes, ambas mujeres, ambas con la misma patología urgente para operar –la suya más que la mía—, en la entrada del único quirófano que atiende las urgencias. Una situación que sirvió para sacar a la luz la tensión acumulada entre quienes me traían y quienes tenían que hacerse cargo de mí a partir de ese momento y que me obligó a intervenir ante el nervioso cruce de palabras sobre mi persona, conmigo delante y sin que nadie se dirigiera a mí en ningún momento.
“Me siento como un objeto”, dije en voz alta, desde la pequeñez de mi silla de ruedas. Y cambió la energía de aquella melé dialéctica que no sólo pidió disculpas sino que compartió conmigo parte del desaliento que produce la falta de medios.
Entrar a quirófano siempre es un trago. Hacerlo sin poder ver a tu familia, de urgencia, más. Hacerlo, además, con billete de ida y vuelta a la sala de tratamiento, suma. Afortunadamente, consiguieron operarme satisfactoriamente esa tarde-noche, después, con alguna risa previa y una atención, me remito a lo dicho, más que exquisita. Antes del quirófano, durante —lo poco que me enteré—, y después.
“Es que quien tiene vocación, lo pasa realmente mal”, me dijo alguien. “Sentimos mucho el error”, me llegó por otro lado. “Cuéntalo”, me dijeron también,… Y aquí estoy.
No sé si somos conscientes de que quien tiene literalmente nuestra vida en sus manos tiene que poder “salvarnos” en condiciones de seguridad, tranquilidad y dignidad –extensible a todas las personas que participan en el proceso—, con independencia de la propia urgencia médica que se produzca. Porque si una cirugía inadecuada puede dar al traste con todo; una vía mal puesta, un informe que no concuerda o una cura mal hecha, también pueden tener efectos nefastos. Por cierto, dos veces de dos personas distintas tuve que escuchar la disculpa de quien me curaba por no disponer de los apósitos adecuados.
Una casi última reflexión, ¿por qué cuando vamos a la atención pública apenas sabemos el nombre de quien hurga en el interior de nuestro cuerpo y cuando pagamos por una consulta privada ensalzamos a quien nos atiende y no nos duelen los 100 ó 150 euros que desembolsamos? Dignificar la sanidad pública es imprescindible y urgente.
Por cierto, ¡gracias, doctora Martín, por su profesionalidad, talante y calidad en la atención durante todo el proceso! ¡gracias, doctora Gutiérrez!