Justificar el nacionalismo es una operación peligrosa. Quien lo haga tendrá que bregar con el nacionalismo español, el nacionalismo vasco o el catalán y sus violencias propias, por no salir del terreno familiar. Al nacionalismo se le pueden poner los adjetivos que se quieran. Democrático, libertador, participativo, respetuoso con los derechos humanos… lo que se quiera. Pero al final, todos revelan distingos culturales, históricos, étnicos o raciales que materializados en formas de presión social o actos administrativos niegan derechos a determinadas personas. Lo nuestro, se dirá, primero. Y ¿qué es lo nuestro? ¿quién tiene la osadía de establecerlo?
Yo creo que la democracia no necesita del nacionalismo para ser más participativa. Ni Andalucía para ubicarse en el mundo. Lo que hay que hacer es asegurar la mirada espontánea, el libre despliegue de las cualidades y trabajar para crear. Ningún artista de verdad se limita a su pueblo ni a un protocolo administrativo. Siempre es mejor confiar en el trabajo bien hecho de cada día, anónimo y humilde que en las grandilocuencias nacionalistas. El nacionalismo tiñe el suelo que pisa, reduce la panorámica, atonta al sujeto. Es un solo paso, uno, pero terrible paso el que media entre vivir la riqueza propia y establecer una forma de ser. El Estado, para no complicarnos, es una igualdad de derechos, un proyecto unitario de bienestar.
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