Pretendí alcanzar la suerte desde el primer café de la mañana. Su melodía me subía a un tiovivo de luces parpadeantes. ¿Quién estaría allí? Era difícil concentrarse en los rostros cuando el caballito baja y se eleva girando sin parar. Antes me avergonzaba y procuraba los bares donde no me reconocieran. La alarma del móvil me sobresaltó, tenía que recoger a mi nieto para acompañarlo al colegio. Un minuto más, el último y una segunda alarma. Pulsé una vez más y no recogí nada. Mi bolsa de monedas se quedó vacía. Corrí cruzando el parque y pensé una vez más: hoy no llego. Doblado por la mitad, llamé y agradecí no tener que decir nada. Recordé mis manos sudadas y me las froté en los costados del pantalón. Luego empapé mi pañuelo de tela blanco, en unas gotas de colonia y me froté con él hasta dejarlo manchado y arrugado. Cuando bajó, como cada día, me escudriñó desconfiado.
–¿Se te ha vuelto a quedar el café frío?
–No, hoy lo he tomado. Puedes olerme el aliento.
Me miró de reojo, acercando la nariz a mi boca.
–¿No has tenido que tapar hoy el agujero?
–Hoy no–dije mientras me concentraba en el semáforo completamente envarado y con la mirada fija.
–Abuelo, mi madre dice que son tus pantalones los que están llenos de agujeros.
Mi cara se tensó en una sonrisa pegada al esqueleto y alargué el paso para llegar antes a la entrada.
–Adiós, abuelo, vuelve a ponerte la alarma mañana.
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