Las mañanas son frías en Copenhague. La mamá vistió en capas al bebé, que se dejaba hacer, adormilado. Cuando terminó, parecía una pequeña oruga roja con su abriguito y su gorro. Una lágrima cayó encima de la suave lana cuando lo subía al carrito. Era un ritual repetido, pero eso no lo hacía menos doloroso.
No podía concebir que le hiciesen nada malo, pero estar sometida es una coacción de la libertad, ya fuera en Irán o en la “democrática” Europa, que ponía en entredicho a los padres. Desconfiaba de la sonrisa de la señora que salía a recibir a Abdel. Su cultura tenía miles de años, ellos eran una civilización floreciente cuando los vikingos se dedicaban al saqueo, y ahora su hijo necesitaba inmersión cultural.
¿Cómo puede un niño de un año aprender cultura danesa, cuando ni siquiera entiende lo que le dicen? 30 horas a la semana o perdería su derecho al subsidio. Su bebé debería celebrar la Navidad y la Pascua como todo buen danés. Quizás fuera su oportunidad de salir del gueto cuando creciera, pero ahora sentía que lo sacrificaba para llegar a fin de mes.