En los últimos tiempos ha salido a colación con insistencia la expresión “Autonomía Estratégica” de la Unión Europea, entendida esta como aquella capacidad para actuar de forma independiente y adecuada frente a otros sujetos similares en materia de política exterior. Aún cuando se indique que el concepto surgió en junio de 2016, al recogerse en la Estrategia de Seguridad Global de la UE, lo cierto es que tiene un origen anterior. Y es que siempre se ha tendido a hablar de Autonomía Estratégica cuando se tratan cuestiones de seguridad internacional, gestión de crisis y prevención de conflictos.
La Unión Europea tradicionalmente ha sido considerada como un gigante económico pero un enano militar. Prueba de ello fue el estrepitoso fracaso europeo en la gestión pacífica del conflicto yugoslavo y la crisis de Kosovo en los años noventa del pasado siglo. Tuvo que ser, como siempre, Estados Unidos quien pusiera orden en el mapa europeo. Esta vergüenza europea provocó que en 1999 los Estados miembros de la UE decidieran lanzar una política de seguridad y defensa propia, esto es, comenzar a disponer de medios militares de gestión de crisis actuando en la esfera internacional y bajo bandera europea. Inicialmente la idea era buena, muy buena, pero se topaba con un problema esencial. Ya existía y existe una organización internacional que se dedica a estos asuntos: La OTAN. Para solucionar esta situación se optó por un reparto entre ambas organizaciones y en función del grado de intensidad o de complejidad de las crisis (en Congo, Somalia, Bosnia, etc.), así frente a una crisis de baja intensidad, la UE podría actuar de forma autónoma, esto es, recurriendo a los medios y capacidades de sus miembros, todavía muy escasos; y frente a una crisis de alta intensidad, al no disponer la UE de infraestructuras suficientes, se acudiría a medios de la OTAN, en otras palabras, a capacidades del amigo americano, y siempre y cuando quisieran prestárnoslas.
Pero claro, tenemos que tener en cuenta varios acontecimientos en los últimos años. En primer lugar, la salida de Reino Unido de la UE, tradicional obstáculo del desarrollo de la política europea de seguridad y defensa, ha provocado un relanzamiento de esta, que tiene en la conocida como Cooperación Estructura Permanente todo un arsenal de proyectos militares para el avance multilateral de ámbitos tan interesantes como Mando médico europeo, Corbeta Europea de Patrulla o Escuela Común de Inteligencia. En segundo lugar, los cuatro años de presidencia de Donald Trump, anti-Europa, anti-multilateralista y anti-OTAN, y que ha provocado una crisis institucional de envergadura en esta última. En tercer lugar, la pandemia mundial provocada por el COVID-19, en la cual ha conllevado un cierto retorno a un multilateralismo al menos europeo en el ámbito sanitario, pero, por contra, una parálisis obvia en el presupuesto en materia de defensa. Y en cuarto y última lugar, las expectativas de la presidencia de Joe Biden respecto al futuro de la OTAN y de un retorno a la estabilidad en las relaciones entre Estados Unidos y la UE…y con China por medio.
Con todo este panorama, complejo, en el ámbito internacional, cabe preguntarse si disponer de una Autonomía Estratégica es viable, y si es realmente útil.
¿Es viable? Por supuesto, pero ¿a qué precio? El desarrollo de una Autonomía Estratégica para la UE debería ir acompañado más que de un aumento del gasto en defensa por parte de sus Estados, una mejor distribución y destino de dichos gastos. De este modo, las iniciativas lanzadas con la Cooperación Estructurada Permanente parecen dar un poco de luz en cuanto a la planificación y necesidades requeridas para disponer de una auténtica capacidad militar europea. Dos escollos observamos en cualquier caso. En primer lugar, la pandemia mundial por el COVID-19 que ha hecho privilegiar, obviamente, determinadas partidas presupuestarias al contexto sanitario, social y económico; ello ha provocado una ralentización e incluso en algunos casos una parálisis total del desarrollo de los proyectos industriales militares previstos. En segundo lugar, la denominada Cultura de Defensa debe todavía alcanzar en mayor grado a la sociedad civil, de tal forma que no se vea a las Fuerzas Armadas como un elemento gubernamental tendente al uso de la fuerza para imponer ideas, políticas, regímenes o incluso defender militarmente al Estado frente a una agresión armada (algo ya totalmente descartado, si me lo permiten). Las Fuerzas Armadas del Siglo XXI han evolucionado, son más complejas y multifuncionales y tienen claramente una labor de promoción y defensa de los valores democráticos y los derechos humanos. Prueba de ello son las operaciones de mantenimiento de la paz en cualquier rincón del mundo.
Si vemos que es viable, ¿la Autonomía Estrategia es útil? Más allá de la lejana idea de constituir un ejército europeo, la Autonomía Estratégica en la era post – Trump puede permitir a la UE actuar en igualdad de condiciones frente a las dos potencias mundiales: Estados Unidos y China, con permiso de Rusia. En un intento de potenciar el multilateralismo, la UE debe dejar de depender de Estados Unidos, aprovechando ahora la nueva era con la administración Biden, y constituirse como un actor de referencia, y con criterios claros en el contexto internacional. Solo así podrá promover y exportar los valores europeos, sin cortapisas políticas de ningún tipo, y que son la base de todo nuestro proceso de integración.
Respecto a la compatibilidad con la OTAN, la UE debe buscar una clara coordinación, dado que además esta última comienza a dejar de ser un enano militar. Ello debería pasar a través de un reparto de funciones (Burden Sharing), pero basada, no en cuanto a las capacidades de cada organización, sino en elementos políticos, intereses geoestratégicos y teniendo en cuenta cada situación caso por caso. Y por supuesto con una importante implicación de los Estados. En definitiva, relaciones en pie de igualdad entre la UE y la OTAN.
Con todo, la UE debería alcanzar a establecer una planificación a largo plazo en política exterior, dentro de una Autonomía Estratégica y a fin de determinar qué desea ser y cómo, si realmente un actor de primer nivel en la escena internacional – lo que requeriría una mayor integración en política exterior – o bien seguir la senda de Estados Unidos y la OTAN. Lo primero nos fortalecerá. Lo segundo conllevará mantener la dependencia exterior del amigo americano. La decisión es solo nuestra.