Hostelería - paro.jpg
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Hasta el último día no supe que se llamaba Juan Carlos, de apellido Pérez, para más señas. Lo venía observando día tras día, mientras desayunaba o a la hora de la cena. De estatura media, pero fornido, eso sí, y de aspecto bonachón. Calculé que no pasaba de la cuarentena, disimulando mi interés por su actitud, por sus gestos afectuosos y cercanos con cualquier persona que se pasaba por el comedor. Incluso cuando alguien llegaba un poco tarde, él le quitaba importancia, con su amplia y cálida sonrisa, acompañada casi siempre con una palmada en el hombro.   

Me cautivó esa actitud suya de echarle alegría y cariño a algo tan prosaico como retirar los platos ya consumidos por ávidos turistas de la tercera edad. Sólo era un camarero; de esos que trabajan de sol a sol, y sin días libres, pero había decidido no amargarse la vida como sus compañeros. Hay personas capaces de dignificar la tarea más sencilla. Eso pensé, la noche que se acercó a la mesa de mis vecinos de pelo rubio, ojos azules y piel quemada por ese sol traicionero de los días de invierno en la isla. Tomó la mano del turista entre las suyas, esbozó la sonrisa más cálida que alguien pueda imaginar y, en un idioma extraño, que seguramente dominaba por responsabilidad profesional, entabló una conversación que bien parecía la de dos amigos que estaban encantados de volver a encontrarse, que el saludo entre un camarero de hotel y un turista accidental.

Ayer recordé esta historia, vivida en primera persona. Había sido citada para recoger un documento en la delegación de Hacienda. Tras unos minutos de espera, me acerqué a la mesa que me había tocado de forma aleatoria. Un señor de mediana edad responde a mis buenos días con cara de póker y ni siquiera me invita a sentarme. Pero me siento, claro está. Soy una ciudadana y pago mis impuestos, sin los cuales este funcionario no podría cobrar un sueldo decente. Pero parece que él no lo entiende así. La actitud del susodicho responde al estereotipo funcionarial que todos conocemos. Apenas mira a la cara, mientras le explico la razón de mi visita, aunque era él quien tenía que aclararme para qué me habían citado. Me lanza varias preguntas, tipo policía que realiza pesquisas sobre algún delito, mientras sus ojos recorren la pantalla del ordenador. Ni una mirada, ni un asomo de empatía por una persona que podría estar preocupada ante un aviso de la Administración de Hacienda.

Hasta tal punto llegaba su aburrimiento y desidia por lo que se supone es un trabajo cómodo y bien pagado, que ni siquiera disimulaba unos sordos bostezos, que podían hacer sonrojar a cualquiera con un poco de dignidad. Todavía le di las gracias, tras recoger los documentos que ni siquiera me explicó. Se limitó a imprimirlos, con la misma desgana e indiferencia que había mostrado desde el principio. ¿Qué hará este hombre, me pregunto, con un contribuyente con poca instrucción, incapaz de leer más de dos líneas de esas comunicaciones indescifrables que llegan a nuestras manos?

Me levanto y salgo del edificio, hablando para mis adentros, preguntándome cómo es posible que a estas alturas la Administración Pública mantenga a personas así atendiendo al público; y que nosotros, sufridos administrados, sigamos tragando rabia e indignación ante una situación a todas luces inadmisible.

No he dejado de pensar en Juan Carlos, un maravilloso camarero, que en su tarea cotidiana va más allá de la mera obligación, sino que regala empatía, afecto y sonrisas a diestro y siniestro. ¡Qué diferencia!

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