En los últimos días, Netflix ha conseguido un éxito arrollador con la película polaca 365 días. La película, una especie de 50 Sombras de Grey con un mafioso que secuestra a una chica hasta que esta se enamore de él, ha sido acusada repetidamente de machismo y de romantizar los abusos. Durante días he leído innumerables publicaciones en redes sociales sobre por qué no debería ver 365 días o, incluso, por qué debería prohibirse. Y, honestamente, ver semejante cosa no se me habría pasado por la cabeza... hasta que tanta publicación me acaba generando un puntito de curiosidad. Y, al parecer, también a mucha más gente, hasta el punto de que 365 días es la película más vista de Netflix en España. Algo estamos haciendo mal, ¿no?
Aunque las redes sociales sean algo asentado en nuestra cotidianidad, lo cierto es que son un invento relativamente reciente y sobre el que nadie nos ha formado. Y espontáneamente hemos ido desarrollando una especie de cultura, unos modos de relacionarnos y unos comportamientos que asumimos con normales: la cultura del zasca, los retuits irónicos, la atención desmedida —para la crítica, la burla, el meme...— a todo aquello que nos disgusta, y, en general, la confrontación.
Escribimos mensajes irónicos pensando que todo el mundo que nos lea va a comprender y admirar nuestro fino sentido de la ironía. Pero lo cierto es que en redes sociales no tenemos contexto ni lenguaje no verbal, y nuestros mensajes acaban llegando a personas que no nos conocen de nada. Sumémosle a esto la llamada “ley de Poe”, según la cual sería muy difícil diferenciar entre una postura ideológica extrema y la parodia de esa postura cuando estas se manifiestan a través de internet. Nuestra ironía puede acabar siendo, para una parte del público, un mensaje totalmente afirmativo, y nosotros acabar criticando aquello que pretendíamos ridiculizar.
Pero, sobre todo, está la cuestión de la atención. Vivimos en una economía de la atención, donde esta es nuestro mayor capital desde un punto de vista comunicativo. Prestársela a algo que criticamos o sobre lo que ironizamos es malgastar ese capital y, adems, donárselo a posiciones que nos disgustan. Porque cuando hacemos un retuit —aunque este sea comentado, o incluso si hacemos una captura— estamos dando visibilidad a esas cosas que no nos gustan. Y, además, le estaremos diciendo indirectamente a la red social en cuestión que ese contenido merece atención, de modo que la red social lo primará en sus algoritmos y lo mostrará a un mayor número de personas.
En general, una parte del problema tiene que ver con que toleramos regular que el mundo y todas las personas que lo integran no siempre sean como nosotros querríamos que fueran, así que aspiramos a cambiarlos. Y eso más que legítimo, pero erramos en la forma de conseguirlo. ¿Consideramos que 365 días es perjudicial? ¡No la veáis! ¡O que la prohíban, incluso! Cuando lo cierto es que obrando así potenciamos precisamente aquello que nos desagrada. Existe el denominado como efecto Streisand —sí, por Barbra—, que sugiere que un intento de censura puede acabar siendo contraproducente, al generarse mucha más curiosidad por el elemento censurado y, con ello, mayor visibilidad. Hace unos años, Hazte Oír sacó a las calles un autobús con un mensaje tránsfobo. El resultado de las protestas contra el mismo fue que toda España vio un autobús que, de no ser por aquellas, habrían visto cuatro gatos —¡por Dios, era un maldito autobús para casi 50 millones de habitantes!—. Cuando Hazte Oír lanza esa campaña, está contando con que la buena fe de quienes rechazamos la transfobia le haga el trabajo sucio.
Evidentemente, aunque la mayoría de la sociedad repite una vez tras otra los mismos errores, muchos otros han sabido obtener rédito de ello. Para empezar, nos podemos quejar de la existencia de agitadores como Alvise Pérez, pero lo cierto es que todos los que hayamos mencionado alguna vez en una red social a este artista de la invención, aunque sea para criticarlo o ironizar sobre él, hemos puesto nuestro granito de arena para que pueda ser considerado como un influencer. Somos, en definitiva, corresponsables de aportarle visibilidad, convertirlo en trending topic, y que sus locuras acaben intoxicando el debate político a través de la activación de marcos mentales con unos valores determinados. Más grave aún, todos los partidos o personajes de la esfera política de Steve Bannon —desde Donald Trump hasta Jair Bolsonaro, pasando por Vox— buscan aprovecharse de estas tendencias, usando la indignación para conseguir mayor difusión para sus mensajes. Estos mensajes extremistas siempre han existido, pero nunca han tenido tanta visibilidad ni han llegado a marcar la agenda pública de toda la sociedad. En mi opinión, cada vez que hemos hecho burlas o comentarios sobre Vox o sobre Donald Trump hemos contribuido a su éxito, hasta el punto de que cabe especular sobre si hoy Donald Trump sería presidente en un mundo sin redes sociales. Y, ojo, no pretendo culpar de esto fundamentalmente a las redes sociales como plataformas, sino a nosotros como ciudadanos.
Considero imprescindible, por tanto, que las competencias en comunicación reciban una mayor atención en todos los niveles educativos. Y no me refiero ya a aspectos como hablar en público —que también—, sino a entender cómo funcionan las redes sociales y los algoritmos en que estas se basan, y con ello deducir las consecuencias de nuestros movimientos en redes sociales. Las teorías sobre la economía de la atención o los marcos mentales del lingüista George Lakoff tienen ya años tras de sí, pero no parecen haber impregnado el uso cotidiano de las redes sociales por parte del ciudadano medio. Si hay quien eleva las redes sociales a poco menos que un ágora del siglo XXI, es imprescindible y urgente que todo ciudadano entienda su funcionamiento y aprenda a comunicarse en ese ágora.