No paro de darle vueltas a cuál va a ser ese lugar propio, apacible, sosegado y protegido en el que acabe mis días. Lo confieso: me estoy pensando lo de las viviendas colaborativas.
Sentada frente a la tele me quedo enganchada a unas historias que cada vez me resultan más próximas. En la misma semana he visto dos películas estupendas que tratan del tema de la vejez. Una de ellas nos presenta de un viejo profesor de filosofía, que tras quedarse viudo, entra en una espiral de tristeza y falta de motivaciones para vivir cada día, que incluso lo lleva a querer suicidarse. El encuentro con una joven llena de vitalidad y alegría le devuelve las ganas de vivir. El escenario donde transcurre la historia es un ambiente cosmopolita (París) y la situación social del hombre no puede ser mejor, vive en un impresionante piso dentro de la ciudad y tiene su casita en la costa para pasar el verano. La otra historia no tiene nada que ver en cuanto al contexto. Un hombre llega de un pequeño pueblo del País Vasco a la ciudad donde vive su hijo, con el que apenas tiene contacto. En principio nada se dice sobre las razones que le llevan a instalarse en un pequeño piso, donde vive la pareja con un adolescente. No obstante, ese no es el tema central de la historia, sino la incapacidad de comunicación del padre con el hijo y viceversa; la extrañeza y soledad con la que vive el hombre en la gran urbe, sin saber en qué ocupar su tiempo. En este caso, es una mujer la que se cuela en la triste vida de Héctor (ese es su nombre) sin que él pueda evitarlo, porque ella sabe lo que quiere y se empeña en acompañarlo en su soledad y mostrarle que se puede ser viejo y, sin embargo, tener ganas de relacionarse, de divertirse… de vivir, en definitiva.
Aunque son dos historias con escenarios físicos y humanos muy distantes entre sí, hay algún que otro denominador común, que es lo que me ha hecho reflexionar y lo que me ha llevado a compartir esa reflexión con mis lectores.
He pensado en que sirve de poco tener hijos, cuando llegamos a ese momento de la vida en que la soledad y la vulnerabilidad nos asustan. Los protagonistas de las dos películas son un ejemplo. Ellos tienen su vida, construida al margen de sus progenitores, y muchas veces en contra de las expectativas de éstos. La distancia geográfica ensancha la distancia emocional, que en muchos casos se ha ido creando por obra y gracia de ese amor que no sabemos cómo expresar y que acaba produciendo heridas muy profundas en unos y otros. ¡Ah, la comunicación! Qué difícil y cuanto dolor podríamos evitar si supiéramos cómo acercarnos, libres de suposiciones, de viejos e infantiles enojos y de miedos. El miedo es otro de los enemigos del acercamiento a las personas que amamos: de padres a hijos y viceversa. Pero, ¿de qué tenemos miedo…? Las relaciones familiares contemporáneas son complejas y me temo que con los consejos de los libros de autoayuda y los métodos de la educación emocional no son del todo superables. Lo complejo no se resuelve con posturas y pensamientos simples. Los cambios sociales de las últimas décadas, han abierto una brecha generacional difícil de manejar. Hace sólo unos años, los padres tenían la capacidad de transmitir a su prole toda la experiencia acumulada a lo largo de siglos; las madres aconsejaban a sus hijas en la crianza, y enseñaban las costumbres y hábitos domésticos. Ahora, conozco a más de una abuela que sigue al pie de la letra las recomendaciones de su hija o nuera en los cuidados de los nietos, mientras se preguntan si lo que ellas han hecho con sus hijos ha sido todo un gran error. Por eso, viendo la película, he sonreído entre triste y divertida con las escenas en las que la comida en la casa de los hijos se limitaba a una pizza o a calentar un plato preparado y comérselo sentados en el sofá, delante de la tele. Y el abuelo, mientras tanto, guisando sus alubias blancas con chorizo, ante los ojos críticos de la nuera y el hijo, que cuando llegaban del trabajo sólo deseaban sentarse delante de la tele. Es sólo un ejemplo, pero que en la convivencia tiene su “miga”. De un plumazo se ha roto el hilo de la tradición gastronómica; un saber que tiene mucho de experiencia y de contacto con la naturaleza.
Observo el fenómeno en las familias jóvenes que me rodean. Puede ser simplista lo que digo, pero sirve para la reflexión: Unos comen sólo comida basura, para no molestarse en cocinar, y otros están en eso de lo biológico, de las hamburguesas de tofu y todo el arsenal de productos que prometen salud a cambio, eso sí, de un buen bolsillo. Así que la convivencia, como sucede en el caso de Héctor en la casa de su hijo, resulta complicada, cuando no llena de juicios y críticas, a ver quién tiene razón... ¿El abuelo y sus antiguas costumbres, o los consejos de los nuevos sacerdotes de la vida saludable? Como podéis suponer, siempre sale malparado el abuelo, porque claro, todo eso ya está desfasado, y además, ¿quién tiene tiempo de ponerse a hacer tortilla de patatas o lentejas…?
En fin… si a esta nimiedad de qué es lo mejor a la hora de alimentarnos, se le añade una actitud, presente también en la película y que me cuesta ponerle un nombre… Me refiero a que los hijos miran a sus padres mayores como si fueran personas incompetentes a la hora de tomar decisiones, desfasadas en sus ideas, y absolutamente grotescas, si se les ocurre relacionarse con personas más jóvenes, pasarse dos tardes bailando en un centro social, o querer resolver su soledad viviendo con una amiga. Entonces pasan a tratarlos condescendientemente, como si fueran niños y ellos ocupan el rol de padres. Los hijos del profesor pretenden decidir dónde tiene que vivir el padre y se inmiscuyen en su relación con la joven que le ha devuelto la alegría. ¿Cómo va a interesar a una chica de esta edad una persona tan mayor? La desconfianza y el propio desinterés por la vida de su padre les convierten en guardianes del viejo. En cuanto a Héctor, será su nieto adolescente quien dé el espaldarazo a su decisión de irse a vivir con su amiga, la mujer que, generosamente, le ha ofrecido su casa.
Cuando lo he visto desde fuera, como una observadora, me ha producido mucha tristeza y he pensado no sólo en mi futuro, sino en mi pasado. ¿Cuántas veces traté yo a mis padres de esa forma? , pienso para mis adentros. Y no puedo evitar sentirme culpable, porque, inevitablemente, al final todos pasamos por el mismo camino.
Hace muy pocos años, esas historias me hubieran parecido lejanas, pero ahora me doy cuenta de que muchas de las tristes situaciones que viven los protagonistas de esas películas, dentro de nada las puedo estar sufriendo en mis propias carnes. Los años no pasan en vano, de eso soy cada vez más consciente, aunque mis generosos amigos insistan en que yo todavía soy muy joven, en que me conservo tan bien… Como si fuera una lata de sardinas en escabeche, vamos. Si de verdad fuera joven, esa frase estaría fuera de lugar. Nos empeñamos en que la juventud es la mejor etapa de la vida y nos resulta difícil aceptar de buen grado que ya estamos en el umbral de ese ciclo vital que, si no llegamos…, malo, porque quiere decir que estamos muertos. A mí, para qué voy a negarlo, no me gusta nada el panorama que me espera a la vuelta de diez años. No tengo ni idea de cuál será mi estado de salud entonces, si seguiré acompañada y cuidada por mi compañero de toda la vida, o estaré sola; pero lógicamente ya no seré la misma y no paro de darle vueltas a cuál va a ser ese lugar propio, apacible, sosegado y protegido en el que acabe mis días. Lo confieso: me estoy pensando lo de las viviendas colaborativas, que es lo más moderno. ¿Quién se anima?
Títulos de las películas: Mi amigo Mr. Morgan (2013) y Siempre hay tiempo (2009).
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