A lo largo de este tiempo de confinamiento, he encontrado numerosos memes, referencias y artículos sobre cómo nuestras vidas se han convertido súbitamente en un cuadro de Edward Hopper. Ya saben, ese pintor estadounidense cuya obra visibiliza, como ninguna otra, la soledad en la vida contemporánea. Y es fácil que todos hayamos tenido un instante en que nos hayamos sentido uno de esos personajes sin compañía que miran por una ventana o hacia ninguna parte. Al fin y al cabo, “todos, todos tenemos una hora cobarde, una hora de hastío cuando muere la tarde”, como escribía la poetisa Alfonsina Storni mucho antes de que el maldito virus apareciera en nuestras vidas. Sin embargo, mi experiencia personal y la que observo en mucha otra gente en estos extraños días no es exactamente la reflejada por Hopper. Porque, claro, la sociedad ha cambiado desde la época del pintor, y una parte de ese cambio es responsabilidad de las tecnologías de la información y la comunicación.
Cierto es que, como ha señalado la profesora Sherry Turkle, las redes sociales tienden a hacernos a veces más solitarios en nuestra vida cotidiana al tiempo que nos ofrecen la apariencia de lo contrario, de estar siempre conectados virtualmente —estaríamos solos, por tanto, pero de una manera diferente a la reflejada por Hopper—. Pero, claro, esta visión negativa cambia si pensamos que ahora mismo estamos distanciados de los demás por otros motivos bien justificados y que, precisamente, las redes sociales y, en general, las tecnologías nos permiten estar en contacto con personas que tenemos lejos. Y por este motivo me apetece hoy ponerlas en valor. Y explicar que estoy en contacto con la gente que quiero gracias a ellas. Y que creo que, sin ellas, estos días serían mucho más difíciles de lo que ya son.
Porque sí, yo a veces me burlo de memes, retos virales, fotos-cliché y muchas otras cosas, pero muchas personas están —o estamos— tolerando mejor estos días gracias a poder mantener el empleo teletrabajando a distancia, a las videoconferencias con sus seres queridos, a mil hobbies que desarrollar con tutoriales online, a una vida cultural activa con conciertos y recitales, a mantenerse en forma con los numerosos entrenadores personales —como una suerte de Janes Fondas 2.0—, a tragarse capítulos de series sin frenos en cualquier plataforma audiovisual, y hasta a practicar el turismo sin salir de casa mediante la realidad virtual.
Y entonces pienso en el valor de las tecnologías que nos permiten comunicarnos y vivir experiencias y emociones cuando nuestros enjambres urbanos están literalmente parados. Y pienso que muchas veces somos injustos. Porque, sí, estas tecnologías presentan fuertes amenazas respecto a las que tenemos que ser críticos: control, deshumanización, polarización ideológica —tema al que, ay, debería dedicarle algún artículo—, desigualdades, etc. Y nos encanta ver las distopías de Black Mirror, y sentir que el mundo sería más puro si renunciáramos a las tecnologías o a las redes sociales. Pero también podemos observar el trabajo del realizador Chris Milk, quien, partiendo de que las tecnologías son algo inevitable, propone darles un buen uso: conectar emocionalmente con otras personas; generar empatía por situaciones que, de otro modo, nos pillarían lejos; y cambiar el mundo para bien. Por ejemplo, su proyecto para, mediante el uso de la realidad virtual, hacer sentir a los líderes mundiales reunidos en Davos que estaban dentro de una tienda de campaña de un campo de refugiados en Jordania, lugar que difícilmente pisarían, solo puede merecer el aplauso.
Es algo en lo que vengo pensando desde hace tiempo. Hace pocos años vi un vídeo que me emocionó profundamente en su sencillez. Laura y Leo, sus protagonistas, son dos entrañables ancianos de 90 años —“90 years young”, dice él—. Han pasado su vida viajando juntos y se sienten felices por ello. Y ahora, cuando la huella de los años les impide viajar, la realidad virtual les permite recordar momentos de su vida a lo largo y ancho del mundo. Cuando Leo se conecta al dispositivo, su sincera reacción sencillamente no tiene precio: “¡Dios mío! ¡Santo cielo! Recuerdo esto vívidamente. ¡Dios mío!”. Para entonces, ya estoy haciendo pucheros de la emoción. Y me remata Laura, quien concluye: “¿Y sabes qué? A mi edad, no me arrepiento de nada. Ha sido una buena vida y hemos sido muy afortunados. A nuestra edad, todavía nos tenemos el uno al otro”. Y qué bonito, joder. Hacen que parezca fácil.
Efectivamente, habrá razones más que justificadas para denunciar las aristas negativas y los malos usos de las tecnologías, pero hoy me apetecía dejar por escrito que, a veces, y especialmente en situaciones difíciles como la de Laura y Leo o como la actual para tantas personas, también tenemos motivos para sentirnos agradecidos. Como tanta gente, yo estoy pasando este confinamiento sin compañía humana —aunque mi gata bien merecería otro artículo de agradecimiento— y, aunque echo de menos a muchas personas, las tecnologías me permiten sentirme menos solo.
https://vimeo.com/221173263