Llevo días queriendo escribir sobre la DANA. En mi cabeza tengo datos, imágenes e historias de distintas fuentes que no se terminan de cohesionar para darle forma, supongo que es porque sigo sin entender la razón de tantas muertes y desolación. Me he quedado con una idea que leí hace unos días: el ser humano es capaz de lo mejor y lo peor. En esa imagen de lo peor aparecen fotos de políticos oportunistas y mediocres, pero me niego a darles espacio en algo que es sagrado para mí y que son estas líneas.
Hablando con alguien en quien confío por su buen criterio, le contaba que no tenía claro sobre qué escribir esta semana, que en algún momento quedaría con las musas y que seguro vendrían al rescate, y en una frase se convirtió en musa, despejando la maraña de ideas que tenía en la cabeza. Me dijo, y cito textualmente: “Me parece interesante la manera en la que están actuando los jóvenes en Valencia, cómo se está adaptando y arrimando el hombro una supuesta generación de cristal, hedonista y egoísta”.
Al leer su comentario recordé textos latinos que una vez nos pusieron en el claustro, por supuesto traducidos porque no todos los profesores sabemos latín, en los que se hablaba de la juventud de forma despectiva, tildándolos de vagos, egoístas y un larguísimo etcétera de adjetivos desdeñosos.
Aristóteles decía, y sigo citando: “Los jóvenes de hoy no tienen control y están siempre de mal humor. Han perdido el respeto a los mayores, no saben lo que es la educación y carecen de toda moral.”
Platón se preguntaba: “¿Qué está ocurriendo con nuestros jóvenes? Faltan el respeto a sus mayores, desobedecen a sus padres. Desdeñan la ley. Se rebelan en las calles inflamados con ideas descabelladas. Su moral está decayendo. ¿Qué va ser de ellos?”.
Y a Sócrates se le atribuye estas palabras: “La juventud de hoy es maleducada, desprecia a la autoridad, no respeta a los mayores y chismea mientras debería trabajar. Contradicen a sus padres, fanfarronean en la sociedad, devoran la mesa de los postres, cruzan las piernas y tiranizan a su maestros”.
En clase de Lengua nos hablaban del tópico literario “Cualquier tiempo pasado fue mejor”, pero queda claro que la juventud siempre será juventud para los adultos, por muy jóvenes que hubieran sido alguna vez.
También recordé las fotos que un compañero mandó al claustro de profesores en las que se veían muchas muñecas con pulseras de colores chillones, hechas por ellos para venderlas y sacar dinero para colaborar con la DANA. También recordé a mis hijos y a mis alumnos llevando mesas y material para la Operación Potito, una campaña de Navidad en la que jóvenes voluntarios se van durante dos días a las puertas de supermercados y farmacias a pedir alimentos y artículos para bebés con los que abastecer puntos de ayuda social durante todo el año. Suelen venir contentos pero sorprendidos tras haber aprendido que a veces las más solidarias son las personas que menos tienen y que hay quien se excusa en la desconfianza para disimular su falta de empatía y humanidad.
Otra imagen que se me vino a la cabeza fue la de los grupos de alumnos en clase antes de un examen, donde cuatro o cinco se sientan alrededor del que más sabe de la asignatura, que les explica con ganas, risas y algún insulto guasón que el verbo “to be” se conjuga en la oración pasiva, que las integrales no son tan complicadas si te pones y mil cosas más que yo ya no recuerdo.
Veo con claridad la cara del alumno que se va con uno de los curas del colegio a las Tres Mil Viviendas, un barrio complicado de la ciudad, a echar una mano con los chavales de su edad que no disfrutan de tantas facilidades para todo como él. Y el abrazo de una alumna a otra porque a su hermano le acaban de diagnosticar cáncer; ella la entiende, su padre murió hace unos años por la misma enfermedad.
Imágenes y más imágenes se amontonan en mi cabeza, desde el tiktoker que ya no luce tan guapo porque está en Catarroja con barro hasta la cabeza hasta mi hijo a los cinco años preguntándome después de ver un informativo: “Mamá, ¿por qué matan a tantas mujeres?”.
Y suma y sigue. Me considero afortunada por pasar muchas horas de mi día rodeada de jóvenes, esos que no pueden vivir sin la pantalla más de diez minutos, pero también se levantan rápido de la silla si surge cualquier oportunidad de echar una mano. Sí, esos mismos que creemos que no entienden el amor pero regalan un ramito de violetas cada nueve de noviembre. Los que se van a Valencia, quedan por la tarde para hacer pulseras, preguntan lo que no entienden y se sienten comprendidos por sus amigos pero no en casa, aunque defienden que su familia es lo primero en sus vidas.
Y vuelvo a la Operación Potito y se me ocurre que puede que los adultos también desconfiemos por miedo y por lo que nos gustaría volver a ser y tener. Pero yo qué sabré, si solo soy una adulta. Así que si puedo elegir, confiaré en una generación que no es tan de cristal, y mientras seguiré disfrutando de la suerte de asombrarme viendo de lo son capaces los que, aunque parezca increíble, escuchan reguetón.