En el ámbito de la ciencia, todo ser vivo se reconoce por dos nombres: uno que permite identificar al individuo como especie y otro que lo clasifica dentro de un determinado conjunto de especies o “género”. Se trata de un método de bautismo científico en uso desde hace más de 200 años, formalizado por primera vez por el naturalista sueco Carlos Linneo en el siglo XVIII. Ambos nombres se dan en latín.
Así, por ejemplo, Linneo bautizó al tomate con el nombre de Solanum lycopersicum en 1753, para distinguirlo como la especie lycopersicum del género solanum que incluye a otras plantas como la patata (Solanum tuberosum) y la berenjena (Solanum melongena). Con esta nomenclatura, los científicos pretenden evitar toda confusión que pueda generar la diversidad de nombres comunes dados en cada lengua a cada especie vegetal o animal.
Pero esto no siempre lo consiguen, pues el discurso científico, a pesar de sus pretensiones de exactitud, tampoco es ajeno al problema de la sinonimia y del error ortográfico. En el centro de la foto que figura encima de este texto, la placa de la planta del tomate indica lycopersicum sculentum, que no es sino una alteración ortográfica del sinónimo Lycopersicon esculentum creado por el botánico escocés Philip Miller en 1768.
Los seres humanos también tenemos nuestro nombre científico: nos hacemos llamar Homo sapiens, para identificarnos como la especie sabia y juiciosa del género homo. No quiero hoy discutir este exagerado apelativo, sino señalar la dificultad (por no decir la imposibilidad) de que uno se nombre a sí mismo. Pues todo bautizado necesita, en principio, a alguien exterior a él mismo para que lo bautice. Al nombrarnos, seguramente ya no somos la misma cosa que éramos antes. Pero seguramente fue necesario hacerlo para reconocernos como parte de la vida terrestre y, sobre todo, para darnos una memoria.