Aunque, en algunos casos, varias semanas después de lo usual, ha comenzado el curso en las universidades andaluzas. A los problemas tradicionales que condicionan su adecuado funcionamiento (insuficiencia de presupuesto, grave precariedad de una parte muy importante del profesorado, invasión de la lógica neoliberal, etc.) se ha sumado este año el Covid-19. Por ello, nuestras universidades empiezan su funcionamiento en la “nueva normalidad” de la que tanto nos hablaron –sin explicarla- cuando todavía estábamos confinados o iniciábamos la desescalada.
Entra dentro de la lógica que, en las actuales circunstancias, se trate de evitar grandes concentraciones de alumnos en las aulas y otras instalaciones, por lo que no sea posible mantener una presencialidad al cien por cien. La tecnología informática es, sin duda, en el actual contexto, un buen complemento de las clases y prácticas presenciales, pero tiene varios peligros que, si no se encaran, puede llevar a la definitiva desaparición o irrelevancia de lo que son las dos características básicas que definen a una universidad para merecer tal nombre: el que se acerque lo más posible a una comunidad de docentes y discentes que tratan las cuestiones y problemas físico-naturales, orgánicos, sociales y culturales de forma libre y metódica, sin dogmatismos ni pensamientos únicos obligatorios, y el que en ella se desarrolle la investigación –el avance del conocimiento y su aplicación- al servicio de la sociedad (que no hay que hacer equivalente, tomando la parte por el todo como cada vez es más usual, con las empresas). Características que estaban ya muy debilitadas antes de la pandemia y que pueden debilitarse aún más no solo durante el tiempo en que esta persista sino –y es lo más grave- en el periodo posterior.
Me centraré aquí en el uso de instrumentos digitales en la enseñanza a partir de la pregunta primera que deberíamos hacernos ante cualquier cuestión: ¿cuáles son los objetivos verdaderos? Cualquier tecnología, aparte de no ser nunca totalmente neutra en sí misma, puede utilizarse para fines muy diversos. En el caso que nos ocupa, los ordenadores en las aulas pueden ser usados positivamente para mejorar las clases, como apoyo audiovisual que sustituya a la pizarra ampliando las prestaciones de esta, o negativamente, para repetir por escrito, en un power point plagado de letras, lo que el profesor o profesora está diciendo en ese mismo momento, como si estuviera hablando para sordos o para gente que apenas conoce el idioma.
En la Universidad de Sevilla, en concreto, se han gastado, según manifiesta el rector, 20 millones de euros en cámaras para grabar las clases. El objetivo, según nos dice, es que puedan aprovechar estas, desde sus casas, los 2/3 del total de alumnos que no podrán estar presentes, al estar reducida la presencialidad a un tercio de los matriculados, de forma rotativa. Por unos meses, si no hubiera otra alternativa viable y como medida de urgencia, esto me parece aceptable, aunque el feed-back profesor-alumnos nunca puede ser el mismo si se comparte un espacio real o si se trata de un espacio virtual. Lo inquietante es que el citado rector, en una entrevista en la prensa local, ha afirmado que “el virus se irá y las cámaras se quedarán”. ¿Para qué tienen que grabarse las clases cuando todos los alumnos/as puedan estar presentes y participar activamente en ellas? Me asalta la hipótesis de que ello sea, en el futuro, para contar con un argumento para definir como innecesaria la división en grupos de las asignaturas con alto número de alumnos y para deducir de ello la no necesidad de los correspondientes profesores. Algo incierto e incluso monstruoso porque para que haya alguna posibilidad de acercamiento a la “comunidad” de docente/discentes que haga fértil la dinámica enseñanza/aprendizaje, a la vez colectiva y personalizada, no solo de contenidos más o menos descriptivos sino, sobre todo, del método científico y los valores éticos, los grupos no deberían ser mayores de los que son considerados adecuados en el bachillerato y otros niveles educativos. Y esto vale no solo para las clases prácticas sino también para las que suelen denominarse “teóricas” o “magistrales”, porque estas sons, o deberían ser en realidad, teórico-prácticas porque la teoría sin conexión con las realidades a las que debe aplicarse no tiene sentido más allá del diletantismo y porque experimentación no pasa de ser una actividad alienada si no somos conscientes de la teoría (y los intereses) que lleva detrás, abierta o veladamente.
Comprendo, pues, la inquietud del profesorado universitario, que en lo que conozco está bastante generalizada, por el hecho de que se quieran grabar sus clases. Yo no lo aceptaría por una doble razón: porque amenaza potencialmente la libertad de cátedra, abriendo la posibilidad de un control ideológico por parte de los lobbies dominantes en las distintas áreas, o incluso por otros poderes, y porque puede ser la base para tratar de justificar la existencia de grupos más numerosos y la no necesidad de un número de profesores adecuado. Lo que sí aceptaría, pero solo en la presente eventualidad, es que puedan “asistir” telemáticamente a las clases aquellos alumnos que, por las actuales normas sanitarias, estén impedidos de ejercer plenamente su derecho a la presencialidad. Aunque habría que comprobar antes si existe realmente carencia de espacios en las facultades y escuelas y si ello podría resolverse con desdobles de mañana y tarde en todas o la mayoría de las asignaturas, o si lo que faltan son profesores para permitir estos desdobles que solucionarían, al menos en muchos casos, el problema garantizando el derecho a la presencialidad.
Me parece muy significativo que la única universidad privada existente en Andalucía, la Loyola, sea la única que afirma que en este curso la docencia seguirá siendo presencial, porque van a habilitar nuevos espacios (salvo para el caso de los alumnos que puedan entrar en cuarentena, los cuales sí podrán hacer uso de la docencia virtual). Pero también en este caso anuncian que se podrán grabar las clases, “para que en el futuro se puedan retransmitir a través de la TV de la universidad”. ¿No es este anuncio una forma de disciplinar al profesorado y advertirle de que se observará cuanto digan y hagan en el aula? ¿Dónde queda, también aquí, la libertad de cátedra?
Y una cosa más, aunque serían muchos los aspectos y problemas a considerar en la situación actual de nuestras universidades. A bombo y platillo, por casi todos los medios de prensa, se han dado a conocer diversos ranking que dejan en muy mal lugar (al menos aparentemente) a las universidades públicas andaluzas. No se trata ya del famoso ranking de Shangai, sino a nivel estatal. Un diario títuló en su primera página, el pasado día 5, “Los universitarios andaluces, a la cola en el mercado laboral”. Varios subtítulos a lo largo de las tres páginas de información eran: “Los universitarios andaluces, los peor situados de toda España para encontrar trabajo” o "la Hispalense, a la cola del rendimiento académico”. Muchos números y tantos por ciento empujaban a hacernos la idea de que tenemos las peores universidades del país. Lo que es injusto e incierto pero quizá se explique por otro titular y extensa entrevista publicada una semana antes: “Ya hay informes que sitúan a la Loyola como la mejor universidad andaluza”. El rector de esta universidad privada se ufanaba de que “somos la segunda universidad española con la mayor tasa de egresados con contratos indefinidos”. Más allá del grado de veracidad y de la escasa contextualización de la afirmación, no hay duda de que esta supone un buen ejercicio de marketing para atraer a cuantos entienden la universidad exclusivamente como una academia de capacitación profesional dirigida a servir las “necesidades” del mercado. Y ello reportará a la institución buenos beneficios económicos. Se silencia qué estudios pueden cursarse y cuáles no en esa universidad regida por los jesuitas (en su rama convertida al neoliberalismo y no precisamente en la que representa hoy el papa Francisco) y cuánta investigación se realiza en ella, si es que se realiza alguna. Lo más grave de todo es que nuestras diez universidades públicas (o al menos quienes tienen más poder en ellas) quizá envidien a esa privada y traten de imitarla. Con lo que se haría cada vez más irrelevante su carácter público entendido como al servicio del conjunto de la sociedad –en nuestro caso andaluza- que las sustenta y subvenciona y no solo a una parte de ella: la que encarna los intereses dominantes. La actual pandemia puede ser utilizada –me temo que lo está ya siendo- para profundizar en esa vía. Una vía que constituye un verdadero suicidio para la universidad pública.