Todos nosotros conocemos a un rico, aunque sea de vista. Piense usted en alguno, el que quiera, el caso más cercano que conozca. ¿Lo tiene en mente? Bien. A buen seguro ese rico tiene más conciencia de clase que la mayoría de gente a su alrededor.
Ese rico es plenamente consciente de que vive en un mundo desigual y que pertenece a una élite muy específica, por ello va a defender su status quo con uñas y dientes cada día, cada minuto. Va a luchar porque todo se mantenga como hasta ahora, si acaso debería cambiar algo será para su beneficio porque en este estado «libre y meritocrático» ha hecho las cosas bien. Porque ojo, tener conciencia de clase no equivale tener sentido de la justicia, simplemente es eso, saber a qué clase perteneces y cuáles son tus objetivos.
Marcos de Quinto es simplemente un caso más. Altanero y prepotente, pero solo un caso más. Él expresa lo que los ricos piensan en las redes sociales y los foros de opinión, da muchas pistas de su encorsetada ideología. Se intuye que si por él fuera, el diputado elegido a dedo por Albert Rivera dejaría ahogarse a las personas migrantes en las pateras antes de hacerlas llegar a nuestras costas, que echaría a media plantilla de Coca Cola sin darle las gracias y, por supuesto, sin indemnización, que considera razonable la brecha salarial y que simpatiza con la mayoría de consignas económicas de sus socios de Vox, porque todas ellas, atención, perpetúan un sistema que lo ha hecho poderoso y multimillonario.
No hay nada que atemorice más a de Quinto y a los de su especie que las distintas luchas por la igualdad. Les aterra. Por eso no quiere extranjeros con derechos humanos en nuestro país, ni a mujeres en los consejos de administración, ni países socialistas, ni sindicatos promoviendo la lucha colectiva, ni nada ni nadie que haga temblar los cimientos de una plutocracia confeccionada a su medida. La caja registradora debe seguir facturando.
De Quinto apurará su tercer gin tonic de la noche y dará una fuerte calada a su puro ondeando la bandera liberal, echando a pelear al pequeño autónomo y al frustrado oficinista contra los currelas, los pensionistas y las personas migrantes. A cada uno de ellos les asegurará que pueden ser como él; que ser millonario es cuestión de perseverar, que los demás son unos flojos, unos bien comidos. Y estos, inocentes capitalistas, le creerán porque no tienen ni una décima parte de su conciencia de clase. O mejor expresado, de su odio de clase, de su aporofobia.