El cable de la luz partía la tarde. Sobre él descansaban los cielos. Debajo, empujados por el viento, se movían las cabezas amargas de las margaritas y mi primo Andrés que con un chimbiri -siempre se me antojó pensar que el mismísimo diablo lo había fabricado- amontonaba rastrojos para luego quemarlos cuando cayera la noche.
A varios metros de aquella escena me encontraba yo y mi vieja escopeta de plomo. Ella -como un amiga- descansando entre mis piernas; con su único ojo apuntando a una luna rota que días antes todos habíamos visto a través de una radiografía para no herirnos las pupilas. Sería la primera vez que escucharía la palabra eclipse.
Desde el balcón puede ver cómo se marcha el muchacho; sus pasos están tan agotados que le hacen pensar que nunca, por más que pasen tres siglos, podría llegar a su casa aunque duda de que el miserable aún la conserve. De lo que no tiene duda es que tiene los mismos andares de una vieja marioneta sin hilos.
El aire pesa.., se queja. Sencillamente porque ya no es aire. Es hueso, carbón y veneno. Sólo el vino y el humo de sus cigarrillos le hacen poner los pies en la tierra.., una tierra que hace un año largo ha comenzado vertiginosamente a encoger.
Mi primo, triunfante, levantó el chimbiri al cielo. Con los rastrojos apilados en una humilde colina de malas hierbas ya no había nada más que hacer. Sólo esperar y reírse con los desesperados saltamontes que huían del lugar intuyendo el futuro incendio.
Parecía uno de esos locos de los cuentos que al final nadie sabe qué sucede con ellos. Sólo que aparecieron para desaparecer.
Su afilado chimbiri, en cambio, aún continúa detrás de mis ojos. Recuerdo cómo las puntas de aquel tridente se asomaron al vacío para señalarme un pequeño jilguero que se había posado en el cable. Parecía encantado con los saltos que mi primo daba cinco metros más abajo. Tenía el cuello y la frente roja. Lo sé porque sé cómo son los jilgueros no porque tuviera la posibilidad de verlo. Visto desde donde yo estaba sentado era una simple mancha oscura sobre un rayo negro.
Diez metros más y estará fuera del alcance de su fusil. Diez metros.., no más. Diez para volver a entrar en su jaula y salvarse.., al menos hasta mañana. Pero el coronel no quiere mañanas porque sabe que ya tampoco le pertenecen.
Siente el gatillo -está helado- y el peculiar sonido que hace al encogerse. Lo tiene. Es suyo.
Y no lo sabe pero la nuca del joven que está apuntado con su rifle guarda miles de años, con sus días y sus noches; y sus cabellos contienen cientos de sueños convertidos en realidad; y las huellas de sus pies descalzos millones de caminos andados.
Se escucha un trueno cuando todo se le es arrancado de cuajo al joven que no sembrará y que ya nunca podrá dejar de ser un niño.
Cogí la escopeta, la abrí como el que abre una navaja gigante, la cargué con un plomillo que acerté a encontrar por casualidad en uno de los bolsillos de mis calzonas y apunté. Hubiera necesitado miles de jilgueros como aquel que se posaba sobre el cable para llenar la mirilla.
Un campo entero de barbecho nos separaba. Tan lejos estaba de mí que por inalcanzable empecé a juguetear con su vida. ¡Bang! ¡Bang! le solté con ayuda de mis labios una mortífera ráfaga de odio y saliva pero no cayó. ¡Bang! Otra vez habló mi boca y mis bajos fondos mientras él acompañaba con su canto los saltos de mi primo Andrés.
¡Baaang! y el hombro me explotó en mil pedazos cuando el plomo salió lanzado; y el pájaro cayó al sembrado en otros tantos pedazos; y mis pies salieron corriendo en su búsqueda mientras mis ojos querían verlo volando de nuevo sobre mi primo y su chimbiri de hierro.
Pero no lo encontré y sabía que estaba allí, inerte entre los matojos secos, pero la tierra había decidido tragárselo para ponerlo a salvo de mí.