Orgullo (gay) de mi padre

Periodista, europeísta, andalucista, de Mérida, con clase y el hijo de La Lola. Independiente, que no imparcial.

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Cuando yo era chico, pensaba que ser homosexual era lo peor del mundo. Mi padre echaba fuego por la boca cada vez que salía un “maricón” por la tele. Recuerdo los sapos que echaba cada vez que veía a Paco Clavel, a Miguel Bosé o a Bibi Andersen. Como la vida es muy inteligente, mi padre ha tenido un hijo maricón. Yo mismo.

Esa sensación de que mi padre odiaba a los gais me hizo pensar que, cuando yo dijera abiertamente que lo era, sería lo peor. Por mi cabeza pasó de todo, pero lo que más pensaba era que me echarían de casa. Para evitar tener que pasar ese trago, yo durante mi juventud me fui armando y a los 19 años me fui de mi casa con la vida a medio hacer. Ya la haría, en ese momento me tocaba poder ser libre.

Durante mi adolescencia fui más macho que nadie, porque sabía que eso me libraba de la profunda homofobia de mi padre. Nada me hacía sentir más orgullo que mi padre me dijera lo trabajador que era y lo machote que me comportaba: “Se porta como un hombre”, me decía de vez en cuando. A mí se me hinchaba el pecho.

Aunque me fui de mi casa con 19 años, no salí del armario hasta los 23. En esos cuatro años de intervalo, ataques de ansiedad, soledad y miedo a la gente. Cuando uno guarda algo tan suyo dentro tiene miedo a ser descubierto. Y la mejor manera de librarse es no dejarse ver. Por eso, cuando se afirma que no hace falta decir que se es gai, que los heteros no lo dicen, a mí me entran los siete males.

No saben estos justificadores de la homofobia la ansiedad que yo mastiqué por no decirle a nadie que era gai y la ansiedad que he heredado de aquel proceso tan horrible de vivir escondido; de acostarte por la noche y desear amanecer heterosexual o muerto. Sí, muchos adolescentes y jóvenes LGTB pensamos en el suicidio, algunos lo intentan y otros consiguen acabar con su vida.

A 1.000 kms de mi casa, me busqué un trabajo de cocinero y me largué a Asturias; porque no había sitio más lejos en España, porque más lejos me hubiese ido. En Asturias, un buen día, por teléfono, mi hermana me preguntó por qué me había ido tan lejos. Después de una docena de preguntas, no terminaba de hacerme la pregunta que yo quería que me hiciese. Tanto intenté que no se me viera que lo había conseguido. Ni se lo imaginaban.

“Tengo novio, soy gai”, le dije. A los pocos días pude hablar con mi padre y, de toda mi familia, fue el que mejor reaccionó: “Por qué no nos lo has dicho antes, hijo, lo habrás tenido que pasar muy mal”, me espetó mi padre en su lenguaje de hombre sencillo de campo. El que yo pensaba que me echaría de casa, fue el que más se puso en mi lugar. “Porque yo pensé que me ibais a echar de casa, papa (sin tilde)”, le respondí a su pregunta. De esto, desde que yo le dije a mi padre que era gai, han pasado trece años.

Después, recuerdo la primera vez que fui a mi casa con mi primer novio. Mi padre nada más que miraba al suelo, no era capaz de mirarme a la cara. Yo pensé que no me veía a mí, sino a un maricón, a aquellos seres abominables a los que él insultaba con fuego cada vez que salían por la tele. Para mi padre, un hombre sencillo del campo, ser maricón era lo peor, lo que él más odiaba, una enmienda a la totalidad a su modelo de masculinidad y su hombría, a la educación franquista recibida. Mi padre era la víctima y no el verdugo.

Con los años, yo tengo 36 años y él 75, yo sé que mi padre se siente profundamente orgulloso de mí, al igual que yo de él. Sé que para mi padre soy muchas de las cosas que él no pudo ser. He estudiado, he viajado y tengo herramientas para defenderme de la gente que a él, por ser pobre, lo intentaron humillar y poner de rodillas durante toda su vida.

Mi padre, que a duras penas sabe leer y escribir, es ahora mucho más libre gracias a tener un hijo maricón. Él no me lo dice, pero yo lo sé. Y la vida, que es muy bonita, ha querido que tenga una nieta feminista y muy libre que ha quedado este año con sus amigas para ir juntas al Orgullo Gay de Madrid. Esta tarde he hablado con él y le he preguntado por mi sobrina, por “la niña”, por su nieta mayor, de 20 años, a la que tanto él como yo adoramos con todas nuestras ganas.

“Dónde está la niña, papa (sin tilde, huella de clase obrera)”, le he preguntado por teléfono. “Se ha ido a eso del Orgullo Gay a Madrid”, me ha espetado. Es la primera vez en mi vida que le he oído pronunciar la palabra “gay” con naturalidad, sin odio, como quien en todo este tiempo ha salido también del armario de su homofobia. Al colgar, he pensado lo que este país ha cambiado para que un hombre como mi padre, del campo extremeño, con 75 años, sin formación, cuasianalfabeto y nada viajado, haya aprendido a pronunciar con naturalidad la palabra “gay”. Y seguida de “orgullo”, por si fuera poco. ¡Cómo hemos cambiado!, que decía la canción.