Siglos pasaron hasta que el camino hacia la luz alumbró al ser humano. Transformado el mundo, yació muerto el poder del que dominó y esclavizó. El aire fue puro para todos, se abrió la cortina de hierro y el peso que arrastraba la escena oculta alejó al brutal imperio explotador. El agua ya no estuvo contaminada, los mundos no se nombraron con números ordinales, clasificando la miseria y el hambre; hubo cosecha para todos, aun para los que no pudieron recolectar. Los pastos sobraron.
No hubo encierros de viejos, sino tronos para sabios y lugar de respeto en cada casa, las coronas fueron sus canas. Sin pandemias y sin armas letales; los laboratorios no negociaban, las raíces de los árboles sanaban. Las palabras guerra y xenofobia se extinguieron por desuso, la palabra paz hizo eco en cada recoveco de cada ciudad.
No existieron fronteras, la Identidad se convirtió en algo que tiene que ver con conocerse a sí mismo para cuidar a los demás. El origen de esta transformación se inició en la ciudad de Cafarnaúm, cuando un carpintero de Nazaret, cuyo nacimiento se había producido hacía ya más de treinta años, en un pesebre en la ciudad de Belén, llamó a sus primeros discípulos.
Su legado es un sendero de paz y perdón eterno que conduce al Paraíso.
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