El día en que los tiranosaurios del poder judicial proclamaron su independencia de la democracia e incluso de la propia justicia, en realidad nadie se sorprendió.
La cosa ya venía de lejos, toda una serie de provocaciones, de admisiones a trámite de querellas y denuncias absurdas, de aceptar como pruebas los bulos más flagrantes, de sentencias a la plancha o al gusto de sus allegados.
En realidad, la cosa ya venía aún de más lejos, de cuando la expectativa de la democracia asumió como válidos a los jueces franquistas que banalizaban el mal porque, total, ellos solo obedecían.
Se les olvidaba decir que era la ley del dictador la que aplicaban y se nos olvidó reprochárselo. O no se nos olvidó, sino que cedimos al chantaje porque ellos aún tenían rehenes en las prisiones del ocaso franquista. O puede que la euforia de las calles abiertas después de tantos años grises nos llevara a creer que había una decencia inédita en algún lugar del estamento judicial. Pero el caso es que, si la había, se quedó bloqueada en el almacén de los casos archivados y causas perdidas.
En nuestra ingenuidad, llegamos a creer en que la democracia tenía el poder mágico de transformar ese vinagre judicial en vino democrático. ¡Qué disparate! El vino no es capaz de mejorar el vinagre, pero el vinagre conserva todo su poder de agriar el vino.
Hubo un lapso de tiempo en el que se templaron gaitas con cierta discreción para no dar la nota. Por otra parte, desde las universidades algunas mujeres y hombres buenos llegaron a las salas de justicia intentando llevar algo de aire fresco al ambiente apolillado y asfixiante; sus esfuerzos merecen todo el respeto de la buena gente. No contaban con la endogamia esencial que daba casta al galgo judicial.
Ese elitismo impune es la clave de bóveda del poder judicial al mando. Con toda esa arrogancia, ni siquiera se sienten obligados a mostrar la apariencia de imparcialidad. Y aún pretenden que creamos que la justicia es igual para todos.
No es que les falten aliados, pero, por si acaso, se rodean de escuadrillas disfrazadas a modo de fundaciones de abogados inquisidores, seres inquietantes que se pasean por los juzgados de guardia. Sus acciones, las de los esbirros, desprenden una miasma nauseabunda a colaboración necesaria para servirle al juez conveniente la denuncia oportuna que da pie a la cacería.
Para llegar al día de la secesión judicial no hizo falta ninguna conspiración, era solo un asunto familiar en el que sobran las palabras y ya nos entendemos. Ellos ya se entendían.
En el procés judicial no hubo discursos, les bastaba con abrir causas incendiarias y procesos aberrantes. Y si al final resulta que no hay caso ¡Qué más da! Ya ganarían la causa las rotativas familiares.
Por supuesto, no se pusieron urnas en los colegios en el procés de independencia judicial, porque ellos no se prestan a que les vote cualquiera, porque a las urnas solo se somete la ciudadanía vulgar.
No hubo barcos Piolines atracados en el lago del Retiro, ni cuerpos especiales de la policía aplicando “raciones” de estado, ni jueces fugados en Waterloo.
Con sus sentencias 'ad hoc' montaron barricadas, sus adeptos formaron Comités de Defensa de Residuos Ancestrales (CDR-A) que violentaban con sus algaradas las sedes de los partidos desafectos al grito de ¡Aquí no hay más partido que el partido de la élite judicial!
Ya veremos, porque detrás de esas proclamas llegan los dictadores y luego todo se les vuelve obediencia y sumisión.
¡Para los amigos todo, para los enemigos lo más duro de la ley o ni siquiera la ley! Es una expresión programática que se le atribuye a numerosos autócratas y que en este país han adoptado con fervor sus aprendices togados.
No nos equivoquemos, la cosa no se para en perseguir a un partido o a un gobierno electo o a un sector social. Es todo eso y más.
Es un golpe de Estado en toda su anormalidad, es una percusión atronadora de golpes bajos al espíritu de las leyes y al cuerpo del estado social y de derecho.