Quiero compartir con ustedes algunos textos que hablen de cosas reales, no de cosas fantasiosas e imaginarias. Estos escritos hablan y cuentan cosas de La Florida. La Florida puede entenderse como una construcción idealista, como algo imaginario, fantasmagórico, irreal. Algo que ya ha desaparecido pulverizado por el tiempo. Pero yo creo justo lo contrario. La Florida es tal vez la parte más verdadera y desde luego la parte más originaria de mi propia identidad. Y tiene más peso que la torre de la Iglesia y el puente juntos. Porque es un peso que no se puede pesar, ni medir, ni contar… Es un peso espiritual, sentimental.
La identidad pura en sí misma, como la independencia absoluta es un cuento chino, no es nada, está vacía. Llega a ser algo cuando sale fuera al encuentro de lo Otro. Y la primera salida que hace un niño -cuando abre los ojos- es el encuentro con su familia y con su entorno. Por eso, somos los que somos en gran parte porque hemos nacido donde hemos nacido. Porque son tu familia, tus amigos, tus vecinos y tus lugares prohibidos los que te han enseñado a mirar el mundo. En realidad, los que te han definido. Por tanto, esa primera mirada sobre el mundo y esa primera mirada que hace el mundo sobre ti, es la piedra sobre la que se construye todo lo demás. Es la piedra angular. Toda tu vida finalmente reposa sobre esa piedra, sobre esa doble mirada. Y ya, para siempre, todo lo que hagas en tu vida estará condicionado por esos primeros pasos emocionales.
En la década de 1940 a 1950, comienza a gestarse la memoria de la primera generación nacida en La Barca de la Florida. Quiero decir que estos años y estos lugares constituyen el paraíso terrenal para la primera generación de barqueños: El camino de Residencia hasta el promontorio que corona la casa del Ingeniero, la misteriosa Dehesa del Boyal dónde dicen que vivían unos alemanes que no se relacionaban con nadie, la playa dulce de Bucharaque, el patio de la escuela donde los niños jugaban a los bolindres y a los pecos, los enormes tubos olvidados frente a la Casilla del Agua, el sonido de los cencerros de los cabestros junto al pilón, las calles sin asfaltar llenas de charcos, y las noches de tormenta alumbradas por las lámparas de carburo.
Y en esa construcción a medio camino entre los ladrillos físicos y los ladrillos espirituales, tuvo un lugar de privilegio la iglesia parroquial de San Isidro Labrador. Todas las celebraciones y todos los actos sociales tenían lugar en la iglesia: bautizos, comuniones, confirmaciones, bodas y entierros. La vida entera giraba en su interior. Y también aquellas celebraciones que podían ser más excepcionales como el Sagrado Monumento del Altar (a donde acudían las muchachas con las mejores bandejas y jarrones de sus casas) o los Vía Crucis en las temporadas de las Misiones que nos reconvertían a la buena senda.
La iglesia era el escenario de los acontecimientos que hilan nuestra memoria. Y, presidiéndolo todo, el retablo de su altar mayor. Aquella virgen azul, asunta al cielo, rodeada de angelitos y querubines. Nuestras grandes emociones y nuestros grandes recuerdos tienen ese luminoso y sagrado fondo azul. Recuerdo las espléndidas mañanas de domingo cuando las campanas de la torre avisaban a la Misa de doce. Y salían los monaguillos con sus túnicas celestes que les habían confeccionado Angelita e Isabelita la Costurera, tan guapos y tan repeinados, como si hubieran bajado de aquel retablo.
A la entrada de la nave, junto al confesionario, se situaba siempre don Isaías Reyero. Y cuando el monaguillo se acercaba con el canasto de las limosnas, don Isaías le lanzaba monedas para encestarlas como si estuviera ensayando al juego de la rana. Todo el mundo contenía una sonrisa y alzaba una mirada de resignación hacia lo alto. Cuando la Misa finalizaba, la gente se quedaba charlando en los soportales de la iglesia y salía don Andrés el cura –que era del Atlético de Madrid—, con su máquina Werlisa Color y su perrillo de lanas, y nos hacía fotografías entre cigarro mentolado y cigarro mentolado. Y el tiempo se alargaba y se alargaba y se alargaba. Y parecía que no tenía fin. Y los muchachos paseaban detrás de las muchachas, desde la casilla de Camineros hasta el puente, ida y vuelta. Y por las mañanas todo el mundo daba los buenos días. Y todos los hombres mayores se quitaban el sombrero o la gorra de faena y decían “con su permiso”. Y las puertas de las casas estaban abiertas. Y los niños cogían hojas de morera para los gusanos de seda o jugaban alrededor de la fuente de la plaza de la Artesanía. Y solo se oía el agua y solo se oían las risas.
Sabemos que la memoria que teje nuestra identidad personal está hecha de sensaciones, de sabores y aromas, de colores y sonidos. Para los que compartimos este paraíso terrenal, los que escuchamos los cohetes de Antonio Palomo o subimos al cerro de Garrapilos a coger madroños y palmitos o a ver al Florida C.D., los que anduvimos poniendo perchas en la huerta del Coronel y fuimos al cine Avenida y al cine Florida ver a la Sansona del siglo XX o una película del Tío la Manta, o nos empolvaron el cogote en la barbería del maestro Quevedo…para toda esta generación, estas imágenes nos entreabren la puerta a nuestro yo más íntimo y a nuestra identidad compartida.
La Florida es, para mí, la expresión de un paraíso blanco y limpio; el recuerdo del sonido alegre y antiguo de las campanas de la iglesia, cuando iba a Misa de la mano de mi padre y de mi madre. El mito con el que se inicia mi memoria. Una memoria, digamos, elevada que deja al descubierto mi primera mirada sobre el mundo.
La memoria puede distorsionar algo si se propone desfigurar la realidad. Pero también puede revelarla si no esconde nada, pero pone el foco en lo bueno, en lo limpio, en lo sagrado. En aquello que saca lo mejor de ti mismo. Eso que siempre tiene que ver con la fraternidad y, si me apuran un poco, con la compasión. Eso que nos ayuda a encontrar una reconciliación: una memoria purificada.