A mediados del siglo XIX, en el fulgor y adoración de la ciencia positiva, los científicos comenzaron a rechazar todo aquello que no se pudiera contar, medir y pesar. Desde entonces, todo lo que no sea comprobado empíricamente se considera pura fantasmagoría. Y se hace equivaler ciencia y ciencia positiva. Interesan las hipótesis demostradas y demostrables, no la farfolla espiritista.
Don José Ortega decía que las ideas las teníamos pero que las creencias las somos. Que vivimos en las creencias. De ellas, unas son conscientes y otras, no. Unas son verdaderas y otras falsas. Pero unas y otras, muchas de ellas, nos son indispensables para vivir. Ponía el ejemplo de que a nadie se le ocurre pensar, antes de salir de casa, que no va a haber acera detrás de la puerta. Que, si abrimos, un vacío enorme y profundo podría sustituir a la acera. No. Estamos seguros de que existe la acera y un mundo físico que la soporta, a ella y a nosotros. Y, en este caso, no tenemos la menor necesidad de demostrarlo. Esta seguridad es un ejemplo de una creencia inconsciente pero imprescindible para vivir.
Como ésta, otras muchas. Por ejemplo, que es mejor existir que no existir; que los padres cuidan de los hijos, que mañana saldrá el sol, que los hermanos mayores son más responsables que los pequeños, que la noche es más peligrosa que el día, que el cielo está arriba y abajo el suelo, que finalmente la vida nos tratará con justicia, que el karma pone a cada uno en su lugar… sería imposible cuestionar todas nuestras creencias, examinar si son verdaderas o falsas, una a una, y de dónde proceden. Nos volveríamos locos. Sin embargo, ideas, ideas propiamente hablando, solo tenemos algunas y, de ellas, casi ninguna, por no decir ninguna, es original sino prestada.
Pero si todo lo anterior es verdadero, entonces, para la vida del hombre corriente, lo que más importa es la fe, no la ciencia y, mucho menos, la técnica. Aunque no se trata de rechazar el conocimiento o la técnica, sin más; se trata de no convertirlos en ídolos ante lo que todo se postra. De considerar la tecnología solo como medio, no como fin.
Lo que nos sostiene en la vida es un impulso -sordo y ciego- para continuar viviendo, para existir. El problema es que no nos vale cualquier vida. Solo nos vale una vida que merezca la pena ser vivida: con un mínimo de dignidad, de generosidad, de deportividad. Una vida consciente y dedicada a lo que procura y nos procura lucidez, alegría, tranquilidad…momentos fugaces que tienen mucho que ver con el cuerpo, no solo con el alma.
Hay vidas que suenan huecas. Vacías. Construidas y reconstruidas con quimeras, ruído, pastillas y cachivaches. Para abandonarlas y hacernos cargo de una vida de verdad no necesitamos muchas ideas ni muchos artefactos. Solo la fe en el más acá. La fe en la única vida que probablemente vayamos a vivir y a la que nos conviene hacer si no excelente, al menos, digna de ser vivida, en la que los medios sean medios y los fines, fines.
Para esto, sin embargo, no tenemos muchos mimbres: un cuerpo sometido a la ley de la gravedad y unas ansias incomprensibles de persistir en el tiempo. El resto nos lo tenemos que inventar. El peligro es no estar a la altura de lo que se espera de nosotros. Defraudar(nos) como personas, como generación, como especie. Abandonar a su suerte la vida del planeta, la vida de nuestros semejantes y la nuestra propia. Abandonarnos estúpidamente renunciando a lo único cierto que tenemos a mano: la fe en el más acá para construir una vida digna de ser vivida.