Pepe Barroso y la esencia del comunismo jerezano

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Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Director de lavozdelsur.es entre 2014 y 2024. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología; hice la dramaturgia del espectáculo 'Soníos negros', de la Cía. María del Mar Moreno; colaboro en Guía Repsol; y coordino la comunicación de la Asociación de Festivales Flamencos. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero', que organiza la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía. Accésit del Premio de Periodismo Social Antonio Ortega. Socio de la Asociación de la Prensa de Cádiz (APC) y de la Federación Española de Periodistas (FAPE).

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Ahora, casi me atrevería a decir que hemos dejado de valorar lo que tenemos. Quizá eso cambie cuando volvamos a perderlo. O quizá despertemos antes.

Fue en el famoso 23F de 1981 cuando mi abuelo Pepe Barroso, junto a otros sindicalistas, se encerró en el edificio de Comisiones Obreras, donde había estado colaborando como redactor y mecanógrafo de actas. Estaba dispuesto a defender la nueva democracia que aún era tan joven. Fueron mis tíos y mi padre —con apenas mi edad— quienes fueron a por él y se lo trajeron a casa, donde mi abuela lo esperaba asustada. Eran tiempos diferentes, pero muchos parecemos haber olvidado lo que en una época no muy atrás ocurrió en este país.

Al igual que muchos otros, vivió la Guerra Civil y los años posteriores de dictadura. Unos años en los que a la mayoría sólo les quedaba el sufrimiento, el trabajo sin descanso y la pobreza. No había derechos ni ninguna clase de lujos. Atreverse a pensar diferente era toda una hazaña, aunque no todos se atrevieran a realizar demostraciones heroicas. Mucha de esa vehemencia en el deseo por el cambio quedaba de puertas para dentro, pero no por ello fue menos efectiva. En aquella época se respiraba sutilmente un comunismo y un espíritu progresista más verdadero que el que observamos hoy día, una mentalidad que no sólo se quedaba en mera palabrería, pues por aquel entonces la palabra y la opinión estaban vetadas. Sólo quedaba una forma de vida, unos principios que podían palparse en cada acción e inculcarse a los hijos.

Muchos hablan de comunismo y de izquierdismo pero jamás han vivido la realidad aplastante que personas como mi abuelo experimentaron. No han experimentado la pobreza, la pérdida de derechos, el sentirse atrapados en una clase obrera a la que no se le permite avanzar ni sentirse más que mano de obra. No han sentido sus opiniones sometidas y pese a ello, han luchado por mantenerlas intactas. 

Jamás tuve la suerte de poder disfrutar una conversación profunda con él, que hubiera sido mucho más verdadera que todo ese “pseudocomunismo” que muchos destilan, donde ya se ha olvidado el factor más importante que las personas de aquella época sí habían vivido con total integridad: la humildad de no darse la excesiva importancia a ellos mismos. Siempre se había dado más importancia a sacar adelante a las personas de alrededor, a las generaciones venideras, a la mejora social.

Ahora, casi me atrevería a decir que hemos dejado de valorar lo que tenemos. Quizá eso cambie cuando volvamos a perderlo. O quizá despertemos antes

Mi abuelo era de clase obrera, especialista en albañilería y arrumbador. Pero él disfrutaba especialmente aprendiendo e indagando en temas de historia, filosofía, política, literatura… Lo que más le apasionaba era la escritura. Su estantería estaba repleta de libros prohibidos por el franquismo: Marx, Gorbachov, folletos de opiniones comunistas sobre religión, política… o simplemente libros que tenemos hoy a nuestro alcance y que por aquel entonces no estaban bien aceptados. Su inquietud por conocer y su espíritu crítico ha traspasado nuestra generación, hasta el punto en el que incluso el propio comunismo es cuestionado. Tenía una pasión profunda por todo ello, por Rusia, su música, su mentalidad. Un deseo visceral de que Franco acabara en el hoyo antes de lo que acabó. El 20 de noviembre de 1975, mi abuelo levantó su copa de vino y brindó, por fin aliviado y contento. Mucha gente entraría en pánico, pero como dicen en mi familia, él era un hombre adelantado a su tiempo y sabía que lo que vendría sería mucho mejor. Ahora, casi me atrevería a decir que hemos dejado de valorar lo que tenemos. Quizá eso cambie cuando volvamos a perderlo. O quizá despertemos antes.

Puedo observar como muchas personas hablan de igualdad social y vienen de familias privilegiadas y siguen haciendo uso de esos privilegios sin moralidad alguna. O personas que leen sobre Marx, Lenin o cualquier otro y gritan sus frases a los cuatro vientos, pero no llevan una vida congruente con sus ideales. Personas que quizá venden un modo de pensamiento progresista pero siguen actuando como el cacique o el “señorito” que siempre hemos tenido aquí en esta ciudad de Jerez. Son personas que han olvidado su memoria, o que vienen de un antepasado que sometió a los demás. Pero a muchas personas eso ya no les importa, sólo se dejan llevar por la apariencia de lo que vende. Tenemos comunistas en el poder político que se andan con aires de grandeza y te miran por encima del hombro, demostrando que por mucho libro que hayan leído, en su casa le han enseñado una cosa muy distinta. La verdadera actitud se forja en las costumbres y en el ejemplo. Poco queda ya de esa esencia obrera, de ese intelecto punzante que es capaz de mirar con su ojo crítico todo lo que le rodea, no para destruirlo, sino para mejorarlo. No hay ese verdadero afán por adquirir conocimiento, esa capacidad por acceder a él pese a las dificultades. Ahora, muchos van de “falsos ilustrados” pero jamás desean ser puestos en duda ni llegar a la verdad. Una de las cosas que siempre más admiraré de mi abuelo, era su exigencia con él mismo, pero esto no puede aprenderse de un discurso político fascinante o de una opinión pedante. Proviene de uno mismo, de sentirse parte de aquello por lo que se defiende un progreso, y no por inflarse el ego.

Este es el espíritu librepensador que mi abuelo y muchos otros de su generación tuvieron son la verdadera esencia del comunismo jerezano, una esencia que algunas veces ha conseguido trascender más allá de ellos mismos, aunque sólo sea a través de su recuerdo, de las anécdotas, o de la actitud que unos aprendemos de otros cuando somos hijos y nietos. Una impronta que nunca se borra. A personas como a mí, nos hace gracia ver cómo otros intentan vendernos la moto. Pero en el fondo poco nos importa. Lo que nos importa realmente es que esta esencia no se tergiverse, que la historia no se olvide, que no nos abandonemos y perdamos lo que nuestros antepasados tanto han luchado y sufrido. Que los “señoritos” no nos hagan olvidar lo que son con lindas palabras, sino con un verdadero cambio de actitud. Que en Jerez se llegue a valorar por alguna vez el trabajo y el esfuerzo de las personas y no sólo los privilegios oportunistas. Recuperar esa mentalidad, donde el fin es el beneficio colectivo y no individualista. Que personas como mi abuelo no queden en el olvido y salgan a la luz, su mentalidad, su conocimiento, sus experiencias. Ya lo dijo Unamuno: “Venceréis, pero no convenceréis”. La única forma de no ser convencidos es preservar nuestra memoria y saber de dónde venimos.

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