Me vengo yo mismo por enfrente y ya sé que mis intenciones no son buenas. Pistola o cuchillo, me dice, me digo cuando llego a mi altura y ya sé que no se refiere al título del maestro Montero Glez, sino que me estoy dando a elegir mi propia muerte. Mirada dura, ojos fríos, tono de ni una más. Parece que va, que voy en serio. Puto lío, maldita metafísica. Me da igual, me respondo, impostando valentía, pero en el último momento rectifico para evitar la hoja afilada, la lentitud, el sufrimiento innecesario, la faena y lo tosco y barroco de las tripas por el piso.
Entonces me apunta con el arma. Tal vez esté siendo duro conmigo mismo. Pero los errores a veces se pagan en desmedida y prefiero ser yo quien ajuste cuentas conmigo mismo y luego no deberme nada. No suplico, no me excuso, no me escondo, no va en mi descargo que hiciera mucho que no viera a mi amigo, que quizá anduviera nervioso por pisar de nuevo una Feria del libro después de tantos años (para otro momento el goloso artículo sobre Ferias de libros, aciertos, despropósitos, cultura indigerible, mero trámite, etcétera).
Nada de esto es atenuante ante la cagada, y si he de llamarme al orden soy el primero en apuntarme a la sien y si es necesario apretar gatillo. Desde estas líneas va mi lo siento, amigo. Porque definitivamente ni a mí ni a nadie nos importa si estás más delgado. A lo mejor no, pero ahora lo pienso y quizás mis palabras supieron a bala. Y ahora lo pienso y me digo pero por qué no te callas, no te callaste, y le diste un abrazo y punto y ya.
Piénsalo. Y qué si alguien está más flaco o más gordo o más dejado, más pálido o con más canas, más ojeras o con menos músculos. En serio, qué cojones nos importa. Todo sucede en cuestión de segundos, tal vez te sorprendas al verlo y tus palabras ya nacen amargas y atravesadas y saltan de tu cabeza a la lengua y se posicionan en ese trampolín húmedo dispuestas a inmolarse. Va sin maldad. Ya, pero y qué. No se va a mosquear. Ya, pero y qué. Tú qué sabes de los adentros de esa persona, si es consecuencia de, las muescas de su zapato, el reguero de sangre invisible que arrastra, lo que queda una vez se saca la máscara de la sonrisa.
Y sé que sabes de lo que hablo porque o estas en un bando o estás en otro o a veces has estado en los dos, como yo ahora, sin darte cuenta tal vez. Calibrando el aspecto o bien la otra variable, igual de inoportuna, cuestionando los tiempos de los demás. Los otros siempre van tarde para la vida. ¿Para cuándo la novia? ¿Para cuándo la boda? ¿Para cuándo el hijo? ¿Para cuándo el segundo? Te has preguntado si quiero. Te has preguntado tal vez si puedo. Hay parejas sufriendo el vacío intentándolo una y otra y otra y otra vez para que te venga un vecino, una cuñada o un amigo gracioso a indicarte que se te va a pasar el arroz, que te aligeres, que los hijos como las hostias, mejor pronto. Imagina los caretos, deseando desaparecer por la siguiente esquina, deseando no volver a cruzarse contigo en la vida para no tener que aguantar tus frases estiletes.
Espero que recuerdes la lección, esto es solo un aviso, me dice, me digo, guardando el arma como un jodido Clint Eastwood. Me tiende la mano y continúa con la paradoja: no estaría mal que antes de soltar ciertas cosas por la boca se nos viniera a la mente ese "por qué no te callas" a cortarnos de cuajo, esa frase emérita que puede salvarnos, aunque ya no estemos en los setenta, aunque seamos más bien republicanos, aunque cada día importe menos el prójimo.
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