Debería ser una de las cosas más dignas –o más bellas que diría Sócrates– la pretensión de convencer a alguien para que reconsidere su opción política. Sobre todo, cuando se demuestra el error. Pero en verdad parece una estupidez. Cuando lo principal en la decisión es salvar la fidelidad moral, o sea, una cosa insignificante y onanista, el propósito se revela absurdo.
La crítica de la cosa pública, piensa uno, simplemente por respeto intelectual, debería estar por encima de las creencias, ¿no? ¡Atrévete a pensar! Sólo existen los hechos. Hay que estudiar las estadísticas… Y si no, en última instancia, habría que desempolvar las páginas de filosofía, de historia…
–Es usted un idealista –dice un escéptico que se acerca desde el otro lado de la calle con el cigarro en la comisura y las manos en los bolsillos–. No hay nada que hacer. Nada, nada. Usted, además de un idealista, tiene planta de intelectual. Ha de saber desde ya, que usted, es un completo fracasado.
Esto ya lo sabe uno con cuarenta y cinco. Las aspiraciones de trascendencia son humo de vaper. Pero tampoco uno está hecho para ir por la vida luciendo el abrasamiento clarividente del cinismo. Aún queda una querencia filantrópica, si usted quiere, un punto de estupidez.
–Ya estamos con la humildad de los elegidos –dice mientras tira la colilla al suelo y la pisa––. Pero hombre de dios, ¿no sabe usted que los pobres iluminados como usted suelen acabar apedreados o crucificados? Yo le recomiendo que no se enoje más y que deje a la verde planta del entusiasmo marchitarse por sí misma, sin la intervención de sus portentosos conocimientos. Estas cosas que a usted le preocupan solo deben exponerse por una barra de pan, a ser posible con jamón. ¿No se da cuenta? Limítese a apuntar.