La pobreza no es algo bonito. Lo vemos todos los días. Pero también he aprendido que no es una cosa homogénea; la pobreza tiene muchas caras, muchas formas, muchos niveles. Cuando vemos a personas en la calle, la gente tiende a asumir que todas son iguales, pero no es así. Cada persona tiene su propia historia, su propia lucha y sus propias necesidades.
En esta sociedad consumista en la que vivimos, ser pobre es casi como ser invisible, a menos que te conviertas en un problema para los demás. Las personas comienzan a evitarte, a juzgarte y a culparte por tu situación. Pero, curiosamente, esas mismas sociedades que te ignoran necesitan de la pobreza para mantener su ritmo de consumo. Es una paradoja terrible: el sistema se sostiene a través del sufrimiento de los más vulnerables.
Conozco a personas que trabajan muy duro, tienen un techo sobre sus cabezas, pero apenas pueden llegar a fin de mes. Otras ni siquiera tienen suficiente para comer. Pero lo peor, desde mi punto de vista, es no tener un lugar donde vivir, donde dormir, donde sentirte segura. Esa es la pobreza extrema: la que te deja en la calle, sin nada. Son esas personas a las que tendemos a ignorar porque nos recuerdan lo frágil que puede ser todo.
Hace poco visité un albergue municipal. Había gente muy comprometida trabajando allí, pero ese lugar no lo sentí como un hogar. Nadie debería tener que vivir allí, pero muchas personas no tienen otra opción.
Entre las personas sin hogar, las mujeres lo tienen aún más difícil. Sufren discriminación por ser pobres y por ser mujeres, lo que les genera una doble vulnerabilidad que las expone a peligros como la violencia machista y sexual. Además, sus necesidades específicas, como la higiene íntima, suelen quedar desatendidas, aumentando el riesgo de enfermedades.
Otra cosa que he notado es la cantidad de prejuicios que tenemos sobre la pobreza. A menudo, asociamos la pobreza con el alcoholismo o la drogadicción, o creemos que las personas pobres son violentas, sucias o maleducadas. Pero son solo mitos que usamos para justificar nuestra falta de empatía. Excusas que nos permiten sentirnos mejor por no hacer más para ayudar.
Un dato que me llamó la atención es que el ochenta por ciento de las personas sin hogar son hombres. ¿Por qué sucede esto? Quizá porque desde pequeños nos enseñan a ser fuertes, a no mostrar nuestras emociones, a ser "hombres de verdad". Pero esa idea de masculinidad es una trampa que nos aísla y nos impide pedir ayuda cuando realmente la necesitamos. Así, cuando algo va mal, como una ruptura o la pérdida de un empleo, nos encontramos solos, sin recursos, sin familia, sin amigos. Y un día, de repente, te encuentras en la calle, sin nada.
Esto me hace reflexionar sobre cuánto daño nos ha hecho esa visión equivocada de lo que significa ser hombre. Y cuánto daño le hace a la sociedad seguir creyendo en esos estereotipos. Pero lo más importante, creo, es recordar que detrás de cada situación de pobreza hay una persona a quien escuchar, y en nuestras manos mejorar su realidad.